Quizá por ello, cuando contemplamos la bóveda celeste, no la sentimos cercana sino lejana.

Este mundo pareciera girar indiferente a nuestra existencia. La galaxia misma que se expande más allá de la materia oscura, de las constelaciones. Ni siquiera estos huesos, estas carnes, entrañas con las que estamos hechos, lo advierte.

Quizá por ello, cuando contemplamos la bóveda celeste, no la sentimos cercana sino lejana. Somos un pasajero que no sabe, aún, hacia donde viaja. Quizá por ello nos consolamos con ilusiones, ensueños o la perplejidad de que somos como un astronauta perdido que vaga por el espacio. Una estrella que cae con su último resplandor. Un suspiro que muere.

La memoria no tendrá nostalgia por lo que fuimos. Ese largo o corto recorrido de lo que habrá de ser nuestra existencia. El olvido siempre terminará por devorar la memoria que tanto celamos. Nunca recordaremos completamente, aquella infancia ni las razones absolutas por ejecutar nuestra más cara venganza. En el frenesí de la vida, nos aferramos con tanta avaricia, hasta del mismo amor. Porque la conciencia también se muere, o se apaga como la llama de esa vela que embelesa nuestra pupila de escritor.

En la frondosidad de la literatura, el mal termina siendo más fascinante y más bello que el bien de Dios. La muerte llega para advertir lo que somos y lo que pudimos ser. Desgraciadamente, la tragedia es la antesala máxima de un aprendizaje que despreciamos por no estar despiertos. Lo que parece poco, es la esencia, el néctar, el alivio, la dicha. En medio de la tragedia, la fragilidad puede llegar a convertirse en una fortaleza, y el corazón que no cesa de latir, en el centro del mundo.

 

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