Por supuesto que el estadista, el Presidente de la República, no puede estar ausente en las reflexiones de Aveledo, quien lo acompañó muy de cerca en su gestión de gobierno.

El único símbolo de superioridad que conozco es la bondad. 

Ludwig van Beethoven

Quien sabe pensar sabe hablar, sabe escribir, sabe cómo transformar el pensamiento abstracto –las ideas– en verbo y letra capaz de ser comunicado y entendido.

Ramón Guillermo Aveledo es un pensador que como disertante o como escritor transmite a cabalidad lo que piensa y pregona. Ya lo ha hecho con intransferible maestría en sus reflexivos y emotivos discursos como orador de orden en nuestro Congreso Nacional; en lo personal recuerdo su alocución con motivo de la celebración de un 5 de julio que encendió pasiones patrias y motivó una que otra lágrima furtiva de admiración por el tribuno. En las aulas universitarias sus alumnos no sólo aprenden los asépticos contenidos del curso, también se deleitan con la palabra de un docente que va más allá del programa establecido para transmitir experiencias y mundologías que convierten al profesor en verdadero maestro.

Cuando escribe, es decir, cuando piensa con la pluma sobre el papel o con el cursor sobre la pantalla, Aveledo sabe discurrir y convencer. Se explaya en plaza propia, el papel no opone resistencia, se regodea con la correcta ubicación del adjetivo, de la preposición o del adverbio en el sitio preciso, no para cumplir sólo con las inflexibles reglas de la sintaxis castellana sino también para revestir al texto de una particular galanura que concita la avidez, el contento del lector, el deleite del leyente. En mi caso, dejo constancia del goce que produce la lectura de sus reflexiones sobre su admirado Churchill o sobre su devoción por la venerada Divina Pastora, en las que Ramón Guillermo puede ser británico y larense a la vez. Nada distinto que decir sobre sus atinados ensayos acerca de la realidad nacional, o sobre su virulento rechazo a tiranos o dictadores de viejo o nuevo cuño.

Minuciosa es la labor recopiladora de Aveledo sobre el quehacer periodístico de un político que no cesó de expresar libre y valientemente su compromiso con las ideas de justicia y democracia.

En la ocasión de este volumen de la Biblioteca Biográfica Venezolana, editada por El Nacional y Bancaribe, Aveledo biografía a un venezolano muy peculiarmente venezolano, al bondadoso Luis Herrera Campins: su compañero de partido, su ductor político, su jefe de fracción, su superior jerárquico, pero, por encima de todo, su amigo personal. Así la semblanza que realiza de su querido amigo tiene la virtud de ir más allá de lo investigado en archivos o publicaciones, o de lo oído en conversaciones o entrevistas para incorporar en el texto ese activo intangible que es lo mucho vivido y lo tanto compartido con el biografiado.

Muchos y buenos son los hallazgos, los descubrimientos, las revelaciones, que el lector encuentra en este texto que derrumba injustificados prejuicios y demuele imágenes prefabricadas para develar a un ser humano integro e integral que va más allá de su condición de hombre público. Veamos entonces los Herrera Campins –que muchos y diversos son– recuperados por la aguda inteligencia de Aveledo para dejar de lado la historia coloquial, las fábulas y leyendas construidas, las famas infundadas, alrededor de este múltiple personaje de nuestro convulsionado acontecer nacional, como bien lo expresa Ramón Guillermo: “Típico y atípico, elocuente y silencioso, sencillo y sofisticado, Luis Herrera Campins conservó, hasta el final de sus días, un cierto carácter enigmático de acertijo sin resolver. Uno de los venezolanos más conocidos de su época, murió siendo para muchos un desconocido”.

Nacido en Acarigua el 4 de mayo de 1925, sus padres Luis Antonio Herrera Muñoz y Rosalía Campins Zamora, lo bautizaron como Luis Antonio Ramón Porfirio Herrera Campins, y más tarde –en esa hispana manía nuestra por endilgar aliases, apodos, motes, sobrenombres– fue también llamado “acarigüita”.

Creció en una villa sin asfalto, palúdica y chagásica, vivió como un niño rural, trepando árboles y comiendo mango, bañándose en pozas y ríos, cabalgando caballos de palo de escoba y emulando a los recios bateadores de los dos equipos locales de su tiempo. De niño, Luis ya había demostrado su vocación por la caridad cristiana. En efecto, cuando salía temprano a comprar leche con dinero de su madre, luego de llenar el cántaro, el niño Luis Antonio pasaba por la fila de los presos gomecistas obligados a apaciguar con agua el polvo de las calles al paso del gobernador de turno, vertiendo la leche sobre sus tacitas de lata, haciendo honor a lo dicho por Sófocles: “el que es bueno en familia, es también buen ciudadano”.

A sus 10 años, la familia se muda para Barquisimeto, ingresa el infante Luis al seminario por un año, viste la consabida sotana y luego inicia estudios en el Colegio La Salle, que van a marcar su formación humana y su vocación cristiana, “se nos ha educado en la bondad, que es el temperamento de los grandes corazones” dirá en 1963. Graduado de bachiller lasallista marcha a Caracas a estudiar derecho en la Universidad Central, se vincula a la UNE; en 1946 se convierte en uno de los fundadores de Copei “el más joven entre los viejos y el más viejo entre los jóvenes” afirma. Viaja por el país llevando el mensaje democratacristiano a lo más recóndito de la patria. A los 22 años es electo diputado por su estado natal. Luego del golpe militar contra Gallegos, se solidariza militantemente con los estudiantes que protestan contra la dictadura de Pérez Jiménez, el 15 de febrero de 1952 es apresado por la temida Seguridad Nacional, permanece encarcelado por seis meses y es expulsado a Bogotá. Como exiliado allende y aquende, retomará su labor periodística iniciada en Surcos en sus años lasallistas, continuará con su creciente labor política, finalizará sus estudios de derecho, y emprenderá el largo camino que lo llevará, a contracorriente, a pulso, a la Presidencia de la República. Una vez más hace suyas las palabras de Marco Aurelio: “ya no discutas acerca de si puede existir en el mundo un ser humano bueno y recto: urge que tú lo seas”.

A los 33 años de edad regresa Luis Herrera al país, más juicioso en lo personal y más maduro como político. Inicia una beligerante y exitosa carrera parlamentaria, en la que exhibe indudables dotes que lo llevan a ser considerado como uno de los más grandes parlamentarios venezolanos de su tiempo. En este sentido, Aveledo expresa: “Densidad y gracia, sentido de la realidad política y amplia visión para ubicar las cosas en su contexto y para entenderlas en su significado, caracterizaron sus discursos. Palabras que podían ser risueñas, graves, punzantes y filosas, pero siempre más mano extendida que puño cerrado”. Es que el parlamentario Herrera también entendió lo expresado por Royo Marín: “con bondad se adquiere autoridad”.

No descuida nunca el parlamentario su temprana vocación de periodista que ejercerá desde sus tiempos de estudiante lasallista y lo acompañará hasta después de su salida como Presidente de la República, cuando en mayo de 1984 emprende la edición de Voz y Caminos, una publicación que en palabras del propio Herrera “tiene la modestia de las obras en las que importan más los esfuerzos personales que los recursos tecnicográficos o financieros”, porque el periodista–editor conoce a conciencia, como bien lo expresa el poeta Tagore que: “el bien puede resistir derrotas; el mal no”.

Minuciosa es la labor recopiladora de Aveledo sobre el quehacer periodístico de un político que no cesó de expresar libre y valientemente su compromiso con las ideas de justicia y democracia. El biógrafo se pasea por la innúmera cantidad de periódicos, panfletos, revistas, impresos, en los que Luis Herrera participó como columnista o editor. Sorprende no sólo el número sino la diversidad y el carácter de las publicaciones que acogieron sin cortapisas la palabra de Herrera Campins, quien profuso y bueno escribió con su propio nombre, o bajo seudónimos propios y compartidos. Envalentonado, intenté contabilizar las publicaciones en las que colaboró el periodista Herrera, pero muy prontamente – avalanchado de información – me rendí; algún avezado estudiante de comunicación social dispone pues de un rico y variado material para complementar la obra de nuestro polisémico personaje.

Por supuesto que el estadista, el Presidente de la República, no puede estar ausente en las reflexiones de Aveledo, quien lo acompañó muy de cerca en su gestión de gobierno. En este sentido, el autor –además de enumerar los logros políticos, económicos, internacionales y físicos del gobierno del Presidente Herrera que una revolución bolivariana inepta e ineficiente gusta de ocultar– concluye que el mandatario democratacristiano “por convicción personal y en virtud de la lectura de la realidad nacional, su gobierno lo definió como “El Gobierno de los Pobres”. Cuan cercano o lejano logró estar de ese generoso propósito es algo que merecería evaluación en trabajo especialmente dedicado a ello”. En todo caso, el propio presidente Luis Herrera, en su mensaje final al Congreso y al país afirmó: “Mi trayectoria de ciudadano y mi condición de gobernante me llevan a asumir por entero las responsabilidades de la acción de gobierno, y las asumo”. Porque un hombre bondadoso coincide con Fenelón en que:”hasta los buenos tienen sus defectos y sus prejuicios”.

Hombre fiel a su casa La Herrereña –a La Casona por excepción– Betty Urdaneta, su mujer de siempre, lo atestigua. No fue amigo de palacios, mansiones o cortes, sino de sus muy preferidos amigos, demasiado amigo fue Luis Herrera, al decir de algunos de sus más amigos.

Hombre culto, amigo del saber, de la música, de las artes plásticas y de la literatura; admirador del poeta Paz Castillo, a quien invitó muy especialmente a su toma de posesión como Presidente de la República. Sibarita, buen diente, goloso, sin embargo, no le gustaba el chocolate, a pesar de una atribuida pasión por un Toronto de la Savoy. Dicharachero, coplero, refranero, supo hacer tanto de la palabra como del silencio un argumento político.

La bondad fue sin dudas su lema: ser bueno en todo el sentido de la palabra bueno. Con San Alfonso María de Ligorio puedo apostar que Luis Antonio Ramón Porfirio Herrera Campins, en su bien merecida eternidad, jamás se arrepentirá por haber sido bueno, humanitario, clemente y justo.

Gracias Ramón Guillermo por esta excelente biografía de nuestro Luis Herrera Campins: ¡El Bondadoso!

LUIS HERRERA CAMPINS, de Ramón Guillermo Aveledo. Biblioteca Biográfica Venezolana, El Nacional y Bancaribe, Caracas, 2011.

 

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