El resultado es un filme deslumbrante, un verdadero abismo del horror moral.

“Un travelling es un asunto de moral”. La frase lleva la impronta del ingenio de Jean-Luc Godard y sería subrayada por los críticos de la muy célebre revista Cahiers du Cinema, y repetida y discutida hasta el hartazgo durante los rupturales sesenta, a propósito de la intersección entre el cine y la política.

Un travelling es, en su rudimento técnico, un asunto tedioso y caro. En su origen consiste en montar la cámara sobre unos rieles y hacerla desplazarse hacia atrás o adelante, transmitiendo una sensación de agilidad y movimiento. Con el avance de la técnica, las cámaras más ligeras y móviles, los rieles ya no son necesarios y esa agilidad es algo sobreentendido en el cine de hoy. Es, además, un fagocitador del montaje, la cámara se desplaza de una imagen a otra en un movimiento antes que una yuxtaposición.

Para volver a la frase de Godard, es una opción estética y, salto conceptual mediante, la estética implica la moral. El tema da para mucho. Pero el travelling es además un desafío técnico. Obliga no solo a mantener el cuadro mientras la cámara se mueve sino ante todo a prever la iluminación de los distintos espacios que la cámara recorrerá.

El mejor ejemplo sigue siendo en 1948 La soga, una película de Hitchcock en la cual el viejo maestro se retó a narrar una película en un solo plano, armando escenarios móviles que dejarán pasar a las pesadas cámaras de Technicolor. Una proeza más técnica que estética, construida en planos largos que fluían de uno a otro, apenas interrumpidos por transiciones visuales cuando de cambiar la película se trataba.

Ahora bien, la guerra sí es una cuestión moral. En particular la Primera Guerra Mundial, producto del orgullo nacionalista, la torpeza y la obcecación de los militares y militaristas que en cine, dio origen a más de un filme superlativo. Pensemos solo en los Senderos de gloria de Stanley Kubrick, el Uomini contro de Francesco Rosi o el King and country de Joseph Losey, pero hay tantos…

1917 parte de una anécdota deliberadamente endeble. Dos soldados tienen que atravesar las líneas enemigas para llevar un mensaje que evite una ofensiva catastrófica. El hermano de uno de ellos participará en esa ofensiva y presumiblemente morirá en ella. La jornada es entonces un viaje (un travelling digamos), a través de la carnicería de la guerra, lo cual no sería original narrativamente si no lo fuera estéticamente.

La película está narrada en lo que parece un solo plano continuo porque la acción tiene dos características principales. Está contada en tiempo real, el tiempo de la película es el tiempo de la historia y los personajes tienen una orden precisa, solo pueden moverse hacia adelante. Hay algunos cortes imperceptibles para el ojo que no los busque. Pero no importa. Lo que cuenta es que Mendes y su merecidamente oscarizado director de fotografía Roger Deakins logran que el espectador se sumerja en el drama.

La guerra, que cumplió más de cien años, vuelve con pasmoso realismo porque si a verlo vamos, la vida es un gran travelling (apenas interrumpido por nuestro pestañeo, agregaría Jean Paul Sartre, en A puertas cerradas).

Ese horror físico que no tiene ninguna pausa y que incluye ratas, cadáveres, mutilados, aviones que caen, cuchillazos imprevistos y muertes por desangramiento gota a gota, tiene el pavoroso realismo del tiempo respetado en su integridad. Sin necesidad de 3D y con el ingenio y la destreza que la técnica actual permite, la película es mucho más que una experiencia estética. Es, para volver a la frase de Godard, un asunto de moral. El peligro que entrañaba el travelling era el de estetizar, cuando no embellecer una escena que por su crudeza merecía ser narrada sin la intervención de un artilugio técnico. 1917 viene a refutar el eslogan godardiano porque su forma de narrar en un plano continuo  (simulado o real, poco importa), coloca al espectador no frente al horror de la guerra de trincheras, sino dentro de ella. No vemos la película, la vivimos, la palpamos, en un drama que además está condensado en los 119 minutos que dura.

Apenas  es, como los tres ejemplos de cine antibélico nombrados, un ataque a los códigos militares o a la poca humanidad de los que mandan pero no arriesgan el pellejo. Es instalar al espectador en el periplo de vida y muerte. Una virtud no menor es combinar en la misión un objetivo militar con un deseo personal y hacer de esa aleación el motor dramático de todo el asunto, que conlleva en sí mismo la urgencia del caso. El resultado es un filme deslumbrante, un verdadero abismo del horror moral.

1917. Reino Unido, 2019. Director: Sam Mendes. Con Dean Charles Chapman, George Mackay, Colin Firth, Benedict Cumberbach.

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