Un individuo solo y desvalido, sin más coraza que su ingenuidad y sus convicciones al que se une un abogado de pobre suerte, enfrentan a los medios y a la policía.

Clint Eastwood era un actor de la serie de televisión Rawhide (se la conoció como Látigo en español), cuando en 1964 un director italiano lo convocó para protagonizar una película de vaqueros que se iba a filmar en Almería, España.

Con escepticismo, encarnó a un pistolero anónimo, de andar desganado, y volvió a su serie sin esperar mucho del asunto hasta que, doblada al inglés, se estrenó tres años después en Estados Unidos como A fistful of dollars (Un puñado de dólares) y el actor, del día a la noche, se volvió famoso. Tuvo tres golpes de genio. Dos entregas más con su mentor Sergio Leone y la astucia de no perseverar en el spaghetti western.

En 1971 encarnó lo que bien podría ser la versión urbana de su pistolero sin nombre. El inspector Harry Callahan, apodado ‘el sucio’ por su historia y sus métodos, anteponía el resultado de su justicia a los procedimientos y lograba un policial de antología y un personaje al que odiar en nombre de lo que todavía no se conocía como lo ‘políticamente correcto’.

Conviene detenerse allí porque esas primeras películas cristalizan al héroe según Eastwood. Es el cowboy que entra solo en un pueblo de bandidos, el muerto que regresa a vengarse, el fuera de la ley Josey Wales, el jinete pálido o, ya viejo, el pistolero tentado por una última tarea. Siempre se vio al actor, devenido director, como la materialización imaginaria del gendarme necesario y como un ícono de la derecha.

Eso era cierto, ciertísimo, pero conviene tener en cuenta dos factores. El primero es que  sus películas eran, en general, muy buenas. El segundo es que su desembozada ideología conservadora opacaba un aspecto que el tiempo limó, dejando en su lugar (como el pentimento en la pintura) la sustancia de sus protagonistas. Que no es otra que la independencia de criterio, el horror a las preferencias de la muchedumbre y la persecución de un fin a contrapelo del saber común. Por eso sus personajes, frecuentemente detestables (el director de cine John Wilson que quiere matar un elefante), a veces heroicos (Sully, el piloto que salva a sus pasajeros), muy pocas veces simpáticos (Earl Stone, el orquideólogo traficante de La mula), siempre terminan atrayendo el interés del espectador. Porque es difícil dejar de admirar el espíritu libertario e independiente que ejemplifican. Aún cuando lo lleven al extremo.

Y es un extremo el que toca Richard Jewell, un gordo buenote y afable que ansía estar del lado correcto de la ley y tiene la buena o mala fortuna de descubrir una bomba en los juegos olímpicos de 1996 y pasar de héroe a villano cuando los medios y las autoridades lo culpan de haberla puesto él. Es el escenario perfecto del director.

Un individuo solo y desvalido, sin más coraza que su ingenuidad y sus convicciones al que se une un abogado de pobre suerte, enfrentan a los medios y a la policía. La película es un disparo certero a la prensa y los burócratas del poder, interesados en empujar los hechos hacia su visión del mundo y sus conveniencias. Y no deja de ser una denuncia de las fake news, las mentiras propaladas por la prensa que a veces utilizan (siempre con puntería fuera de contexto) populistas como Trump, Chávez o Correa.

Es un filme complejo por esto mismo, porque estas denuncias, frivolizadas por las redes sociales, son las que llevaron al poder a Trump, lo cual no las hace menos ciertas, pero sí muy peligrosas.

Pero Eastwood no tiene miedo y le gusta correr el mismo riesgo que sus protagonistas, mostrando como la ley también tiene sus debilidades cuando la prensa y la notoriedad la tienta.

La película atrapa al espectador porque el libreto tiene la habilidad de construir un personaje entrañable, exteriormente simple pero lleno de contradicciones. Es bondadoso pero colecciona armas, es honesto pero se ha hecho pasar por policía para cumplir con su sueño. Puede ser autoritario y desafiar la autoridad de un liberal rector de universidad cuyas instrucciones toma al pie de la letra.

Eastwood no ha perdido las mañas y sigue disfrutando al provocar a los liberales, a los cultores de lo políticamente correcto, a lo que en algún momento se llamó la izquierda. Y lo logra porque además, en el camino, con 89 años a cuestas, se ha transformado él mismo en uno de sus personajes. Detestable, prepotente, bastante patán (apoyó a Trump), ocasionalmente digno de simpatía, pero ante todo un maestro de la narración. Y eso, para sus seguidores, huele a redención.

El caso de Richard Jewell (Richard Jewell). Estados Unidos, 2020. Director: Clint Eastwood. Con Paul Walter Hauser, Sam Rockwell, Kathy Bates, Olivia Wilde.

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