─¡Ah, sí! ─responde con entusiasmo─. La ventana, mirar por la ventana es lo mejor. Con la cabecera de la cama levantada puedo ver el parque  de allá abajo, en frente del hospital… ¡Cada día pasa una cosa diferente!

De la colección Cuentos desapacibles, inédita

Contra la extraña enfermedad la medicina carecía de recursos. Se declaró mediante movimientos descoordinados al extremo de no poder caminar sin ayuda, torpeza y caídas, y un adormecimiento de mis extremidades; la sensación progresivamente fue acentuándose hasta hacerme perder casi del todo el dominio de las mismas; llegó a un estado en el que sólo puedo mover la cabeza, con dificultad el brazo derecho y erguir un poco el torso. Los médicos la identificaron como la enfermedad de Guillain-Barré; o tal vez era el linfoma de Hodgkin, un tipo de  cáncer, dicho en palabra más cruda, que se  origina en los linfocitos o glóbulos blancos.

Se desconoce la causa exacta de estas enfermedades. Los linfocitos son parte del sistema inmunológico y esta patología ataca el sistema nervioso; inflama los nervios y causa hormigueo, debilidad muscular, parálisis  y otros síntomas. El síndrome afecta sobre todo la cubierta del nervio o vaina de mielina, y la desmielinización  lleva a que las señales nerviosas se movilicen de manera más lenta. Al afectar otras partes del nervio puede hacer que este  deje de trabajar. La debilidad muscular o la parálisis total afecta ambos lados del cuerpo. En la mayoría de los casos, tal como me ocurrió a mí,  comienza en las piernas y luego se disemina a los brazos; se trata de la parálisis ascendente. Si la inflamación afecta los nervios del tórax y del diafragma uno deja de respirar y de no contar con la atención oportuna a cierto plazo sobreviene el final. Es el único de los síntomas ausente en mi cuadro clínico; por cuanto me esforcé por saber todo lo posible de esas patologías, pude comprobar la presencia de los demás, aparte de la parálisis: pérdida de reflejos tendinosos en brazos y piernas. entumecimiento y hormigueo; calambres intensos, dolorosísimos; hipotensión arterial o control deficiente de la presión arterial, palpitaciones, visión borrosa y visión doble.

Me convertí, en consecuencia, en un inválido, condenado al lecho o la silla de ruedas por el resto de mis días; y en la silla sostenido por un arnés fijo al respaldo. ¿Espantoso?, ¡qué va! Lo de mayor horror radica en la conservación  de la lucidez, en razón de lo cual uno puede percibir cada paso del deterioro de su cuerpo y entender que las enfermedades no son mortales a breve plazo; podían pasar años antes de alcanzar el vehemente deseado final de la existencia.

Los médicos decidieron internarme en este asilo a fin de estudiar de cerca mi caso.

Me instalan en lo en el lenguaje hospitalario llaman ‘cuarto semiprivado’ en el tercer piso, más parecido ese recinto a pieza de pensión de tercera categoría, por lo menguado del espacio y la depauperación del mobiliario: apenas dos camas clínicas metálicas activadas por energía humana, aquí y allá corroídas por el óxido, separadas por un espacio por el cual a duras penas logra desplazarse una persona; entre ambas, en la cabecera, una mesita de noche común. Me acomodan en la cama de la izquierda, la adosada a la pared; en la otra, ubicada del lado de la ventana, hay Otro. Yace en ella una forma de apariencia humana tapada hasta la cabeza; obviamente, es un enfermo dormido.

Una vez idos los enfermeros exploro el recinto donde probablemente pasaré el resto de mi vida. Pruebo mirar por la ventana, irguiéndome hasta donde me lo permitían mis atrofiados músculos; sólo logro ver un espacio exterior vacío, un cuadrado gris; un trozo del muro del edificio adyacente enmarcado por la ventana. Las paredes del cuarto alguna vez habían sido blancas, ahora son de un color indefinible; piden a grito herido una mano de pintura. El cielo raso igual, con una lámpara en todo el medio. Las manchas debidas a la humedad dibujan perfiles de los que podrían ser mapas de tierras  ignotas, o quizá figuras de animales; todo depende de lo que uno quiera ver. Sonrío con amargura al comprender  que al estar tendido ahí, en posición decúbito supino, mirando el techo, terminaría por aprenderme al detalle todas esas vagas configuraciones. La única decoración del cuarto es un cuadro colgado encima de la puerta, a propósito de que los yacentes en los lechos pudieran verlo. No sé mucho de santos; mi saber religioso es escaso; la imagen me parece san Lázaro, porque es un viejo llagoso con un perro. ¡Carajo! Han podido colgar un santo sano, no este infortunado, que le hace recordar a uno sus propias miserias. Con todo y lo precario del ambiente, luce razonablemente aseado, con la  acuciosidad propia de las hermanitas de la caridad en sus oficios; en efecto, la institución la atienden religiosas.

Trato de dormir, lo único que puede hacer por mi cuenta. No lo logro; corre el tiempo. Al cabo de un rato el bulto de la cama adyacente se mueve; sus movimientos son torpes, dolorosos. ¿Tendrá ese individuo una enfermedad semejante a la mía? El hombre saca la cabeza de la sábana; es un calvo de grandes orejas y cara de caballo; sus ojos, sin embargo, son luminosos, sugieren una mente inteligente; los fija en mí, expresando en su rostro algo así como un sentimiento de gratificante sorpresa por mi presencia. Esboza  una sonrisa amistosa.

Retribuyo el gesto amable; digo mi nombre, él dice el suyo y estira su brazo derecho en el intento de estrechar mi mano; lo hace con lentitud, con agobiante lentitud, como venciendo un peso inmenso; gracias al escaso trecho entre las camas logra tocar el borde de la mía. Hago el esfuerzo de voltearme hacia él y acciono con idéntica dificultad mi brazo derecho; estrechamos las manos en un apretón cálido y prolongado. Explico mi condición: «Nada más puedo mover el brazo derecho». «Entonces estamos iguales, porque el que yo puedo mover también es el derecho» ─responde, y haciendo gala de sentido del humor, añade el siguiente juego de palabras─: «Y si no fuera porque siempre es malo estar aquí, yo diría ¡qué bueno que llegó!, porque estar solo es malo. Pero no tendría  sentido decir eso, porque llegar aquí nada tiene de bueno para el recién llegado, sino de malo»… Celebramos el chiste, y de ahí trabamos una conversación.

Sí, su enfermedad es similar a la mía; los síntomas son iguales. Los facultativos no saben con exactitud cuál es ni cómo tratarla; es una de esas dolencias enigmáticas para la ciencia. Estupendo contar con un nuevo compañero; la soledad es peor. El anterior se «había ido» hará cosa de un mes; él lleva unos dos años internado y, pese a los esfuerzos de los doctores, que son muy competentes, cada día se siente peor; cree que su fin no está lejos. El Otro lo dice de una manera neutral, sin ninguna intención patética ni asomo de queja.

El compañero explica la rutina. Comprende el servicio de tres comidas y de café al mediar la tarde; aseo por la mañana y sesiones de terapia física; ingestión de medicinas a horario fijo y ocasionalmente visitas de los médicos acompañados por estudiantes. Examinan con sus aparatos, hacen preguntas, palpan aquí y allá, interrogan a los estudiantes y les proponen problemas relacionados con el estado de los  pacientes; hablan en su jerga profesional. No son muy afiliativos que digamos; para ellos los enfermos son casos, objetos de investigación, conejillos de indias para ensayar recursos terapéuticos sin grandes riesgos, por cuanto, al fin y al cabo, su destino está fatalmente trazado; lo peor que puede ocurrir es que un medicamento experimental logre el efecto contrario al pretendido, y mate al paciente. «O tal vez sería lo mejor» ─acoto yo─. Sin tomar en cuenta mi  observación pesimista, el Otro sigue con su exposición de la rutina.

Además, están los deberes religiosos, en cuyo cumplimiento son rigurosas las monjas; y lo mejor es complacerlas aunque uno no sea creyente, de otro modo se gana uno su animadversión. Rezos vespertinos, rosario una vez a la semana, confesión y comunión cada quince días. ¡Oh, no es obligatorio! Después de la cena, una de las hermanas viene a leer algo durante una hora y pico y después guía la oración; menos mal, suele ser breve. Lo pesado del asunto es que invariablemente lee hagiografías y pasajes de la Historia Sagrada.

La rutina no luce amena. Pero no todo es opaco en el hospital. La mayoría de las monjitas son tiernas y por lo general andan de buen humor; claro, también las hay amargadas, siempre con ‘cara de cubito’.

Lo de cara de cubito no lo entiendo, me resulta curioso. «¿No has visto la cara de quien prueba un cubito, de esos, de condimentar la comida?» ─y el Otro expone en su rostro la mueca de desagrado propia de la persona que siente un sabor ácido intenso─. Reímos.

De hacerlo propicio el tiempo, dos veces a la semana vamos al solarium, en la terraza del edificio; desde donde puede verse el cielo; y cada dos semanas hay cine, en un salón de la planta baja.

Me siento bastante desalentado; ninguna de esas actividades llama mi atención. Siempre tuve repugnancia por la costumbre de tostarse al sol; las vidas de santos son el tema más tedioso del mundo, jamás sentí atracción por el cine. Así se lo hago saber al Otro y añado que él tiene un medio de distracción preferible a cualquiera de esas cosas: la ventana, mirar  por la ventana; ver lo que ocurre allá abajo, a la gente, lo mantiene a uno en el mundo; es mucho mejor que ir al cine.

─¡Ah, sí! ─responde con entusiasmo─. La ventana, mirar por la ventana es lo mejor. Con la cabecera de la cama levantada puedo ver el parque  de allá abajo, en frente del hospital… ¡Cada día pasa una cosa diferente!

Súbitamente me perturba un ramalazo de rabia y envidia por ese privilegio. El maldito tiene la ventana, yo el techo y la imagen de un santo medio podrido con un perro. Desde luego, disimulo mi sentimiento y ─muy en sentido contrario─ celebro su ubicación en el cuarto.

Los desahuciados encontraron un recurso para enriquecer su existencia; el Otro le contaba al de la cama pegada a la pared todo cuanto veía por la ventana; sin embargo, no eran los acontecimientos en sí lo más emocionante; cuanto pasaba allá abajo era común y corriente, lo que usualmente hacen las personas; lo excitante eran las historias ─fantásticas, divertidas, patéticas, románticas…─ urdidas por el Otro a partir de los aconteceres cotidianos; su acompañante las escuchaba embelesado y gracias a esos cuentos las horas ociosas  transcurrían casi sin sentirse.

La visibilidad desde la cama de la ventana abarca una amplia perspectiva del parque, explica el Otro. Él solamente logra observar los acontecimientos ocurridos en una parte, por fortuna, la más próxima al hospital; el resto de la plaza está cubierta por el dosel de los árboles.

La apariencia de una pareja conversando en un banco despierta el interés del observador. Una anciana con velo y un hombre más joven, alto y flaco, forrado de negro, a partir de la imaginación del Otro se convierten en La beata y el diablo. Esos personajes no podían ser otra cosa.

El contrito demonio cuenta sus cuitas a la anciana. Fracasa en su misión de crear discordia en una pareja de enamorados felizmente casados, cuya armonía irrita a su superior, Satán; de no lograr su objetivo, recibirá de su amo un severo castigo. Inútiles han sido hasta ahora sus tentaciones.

─Yo puedo lograr ese propósito muy fácilmente ─afirma la vieja.

─¿¡Cómo!? ─inquiere, sorprendido, el demonio.

─ Lo haré, pero a cambio quiero riqueza.

El diablo acepta el trato; de ejecutar la maldad, promete hacerle ganar el premio gordo de la lotería.

Gracias a sus mañas, la vieja logra entrar como sirvienta en el hogar de la pareja. Dejando indicios comprometedores aquí y allá, logra sembrar en el hombre la duda respecto a la fidelidad de su esposa; empieza a tratarla mal; ella sufre una enormidad debido al incomprensible cambio de quien hasta ahora había sido un marido gentil. Viéndola un día llorar su amargura, la vieja simula compasión y va a consolarla; la joven señora la hace confidente de su pena.

─¡Oh, señora! ─susurra la  mujer. ─Tu marido es víctima de un sortilegio, pero yo sé de una bruja buena que podría desencantarlo; a tal efecto, necesito de un rizo de su cabello. He aquí lo que haremos: al llegar por la tarde lo recibirás amorosamente, como si no estuvieras adolorida por sus maltratos. Le ofrecerás una taza de un té tibio, en el cual habremos diluido esencia de camomila y príngula rosada, un narcótico ligero que yo sé preparar; sentirá sueño y lo invitarás a reposar en tu regazo. Estando en su sopor, cortarás el  mechón de su cabello.

La joven señora, cuyo entendimiento había embotado la angustia, acepta de buena gana. La sirvienta sale en búsqueda de las yerbas.

Pero en lugar de ello va donde el marido; fingiendo grande zozobra, le dice:

─Señor,  tu mujer te es, por cierto, infiel. Por azar escuché una conversación sigilosa entre ella y su amante… ¡Su propósito es acabar con tu vida! Lo hará ella, clavándote una tijera en el cerebro. Después huirán llevándose tus bienes. ¡Cuídate de beber el té que ella ha de ofrecerte esta tarde!

Ya en su hogar, el  marido disimula su ira y desencanto; finge tomar el té, el cual derrama en una maceta; dice  sentirse soñoliento y, a propósito de ver hasta dónde era capaz de llegar su pérfida esposa, acepta su invitación de apoyar la cabeza en su regazo; aparenta dormir. Entonces la mujer saca la tijera. El hombre sale de su pretendido sopor y al verla con la herramienta en sus manos no duda de su propósito de asesinarlo; se levanta de un salto, exclamando: «¡Maldita!». Cegado por la ira le arrebata la tijera y de un solo golpe la clava en el corazón de la infortunada, quien muere sin saber por qué.

Enterados los familiares de la mujer del acontecimiento, vinieron y mataron al hombre. Los parientes del hombre tomaron lo que consideraron justa venganza. Se inicia así una guerra entre ambas familias, con muchos muertos. Enfurecido el arcángel Gabriel por tanta insensatez y crueldad, hace caer una lluvia de fuego que arrasa con las familias, con la beata malvada y con el pueblo entero.

Y el diablo queda contento por haber cumplido con creces su misión, ¡y sin verse obligado a pagar compensación alguna a su cómplice!, cuya alma ahora se abrasa en la quinta paila del infierno.

Meditaba, cuando el Otro dormía la siesta por la tarde. De nuestra primera conversación recordaba que al referirse a la confesión, yo repliqué: «¿Pero cuáles son los pecados  de un  hombre en nuestra condición?» y el Otro respondió gravemente: «Los malos pensamientos». Para mi coleto, sonreí con ironía ante ese rasgo de candor cristiano de mi compañero.

Con todo, la idea de los «malos pensamientos» quedó rondando en mi mente. Admito, desde la perspectiva judeocristiana, la presencia de imágenes de esa naturaleza en mis fantasías.

No logro evitar la evocación de escenas lujuriosas, con hembras formidables desgonzadas en mis brazos; la recurrente es la de una mujer joven, gorda, sin haber perdido las formas propias de la hembra humana; se desnuda ante mí y veo sus formidables tetas y su vientre convexo que se hunde entre sus muslos redondos, tersos, gruesos. De inmediato siento una erección y me masturbo. Con el avance de mi enfermedad aprendí a hacerlo valiéndome de los muslos, manteniendo mi virilidad entre ellos con mi única mano a medias útil. La monja encargada de mi limpieza debe apercibir los resultados, sin darse por enterada; quizá por vergüenza o llevada por su caridad cristiana; o porque el asunto de la paja no es ajeno a las  monjas.

La masturbación terapéutica o, al menos, el reconocimiento de tal valor sanador y restaurador del ánimo de la descarga seminal del hombre imposibilitado, tiene precedentes entre las monjas. En el discurrir de diversas guerras y otras catástrofes, monjas y mujeres piadosas prestaron asistencia masturbatoria a hombres impedidos; llegaron a formar asociaciones especializadas en esa práctica. La más notoria históricamente, fue el Cuerpo de Pajilleras del Hospicio de San Juan de Dios, de Málaga, formalmente institucionalizado por el Obispo hacia mediados del siglo diecinueve. Las pajilleras de caridad eran mujeres que, sin importar su aspecto físico o edad, prestaban consuelo con maniobras de masturbación a los numerosos soldados heridos en las batallas de la reciente guerra carlista española. La iniciadora de tan peculiar práctica fue sor Ethel Sifuentes, una religiosa de cuarenta y cinco años, enfermera en el ya mencionado Hospicio. Sor Ethel había notado el mal talante, la ansiedad y la atmósfera saturada de testosterona en el pabellón de heridos del hospital; inteligentemente dedujo que tal estado de ánimo se debía a la falta de sexo. Decidió entonces poner manos a la obra y comenzó junto a algunas hermanas a «pajillear» a los soldados sin hacer distingos de grado; tanto a soldados como a oficiales les tocaba su masturbación diaria. Los resultados fueron inmediatos. El clima emocional cambió radicalmente en el pabellón y los temperamentales hombres de armas volvieron a departir cortésmente entre sí, aún cuando en muchos casos hubiesen militado en bandos opuestos. A las primeras hermanitas pajilleras se sumaron voluntarias seculares, atraídas por el deseo de prestar tan abnegado servicio. A fin de resguardar el pudor y las buenas costumbres, a las voluntarias se les impuso el uso estricto de un uniforme; una holgada hopalanda ocultaba las formas femeniles y un velo de lino embozaba el rostro. El éxito rotundo se tradujo en la proliferación de diversos cuerpos de masturbatrices por toda España; surgieron de esta suerte el Cuerpo de Pajilleras de La Reina, las Pajilleras del Socorro de Huelva, las Hijas de Nuestra Señora del Vergo Encarnado, las Esclavas de la Pajilla del Corazón de María y ya entrado el siglo veinte, las Pajilleras de la Pasionaria que tanto auxilio habrían de brindarle a las tropas de la República. También las hubo en la Guerra de Secesión norteamericana y en la Revolución Mexicana.

Dados esos antecedentes, nada de raro tiene que las este hospital miraran hacia otro lado ante el acontecer. No obstante, calificarlo de pecado, siendo un fenómeno  del todo natural, me parece una exageración; si acaso, será un pecadillo. Pecado ─mucho más grave que cualquier práctica sexual─ era mi envidia por la ubicación del Otro; un sentimiento cada día más y más viscoso. La ventana se ha convertido en mi obsesión. Pero todavía más atroz es una idea recurrente empatada con la envidia, la de desear la muerte de mi compañero a propósito de ocupar su puesto.

─¡Allá va una dama muy bonita con un espléndido ramo de rosas…

─¿¡Rosas!?, ¿son rojas!?

─ Sí… ¿Sabes por qué hay rosas rojas y rosas blancas?

Hay rosas rojas, blancas y rosadas. Al principio del tiempo todas las rosas eran blancas; ocurrió que algunas se volvieron rojas a causa del fatal romance de Melisa y Príamo. Estos personajes vivieron en los tiempos de la reina Semiramis, en Asiria; enamorada del doncel contrariaba su idilio. Temiendo una violencia de la soberana debida a sus celos, la pareja decidió huir. Acuerdan encontrarse en cierto lugar del bosque llamado el Claro de las Rosas, por la proliferación de rosales en el lugar. Melisa llega primero, cubierto su rostro con un velo regalado por su amante. De repente aparece una leona; Melisa corre asustada, perdiendo el velo; la fiera lo coge en sus fauces, todavía ensangrentadas por haber devorado a un cervatillo un poco antes;  lo desgarra y se va. Llega Príamo, encuentra el velo destrozado y manchado de sangre; no ve a su amada por ninguna parte; en su desesperación elucubra sobre lo ocurrido: la mató una fiera y se llevó sus restos para devorarla en su cubil. No puede soportar tanto dolor y sintiéndose responsable por no haber llegado oportunamente, se da muerte con su espada. En eso regresa Melisa; al ver el cuerpo yerto de su amante pierde la razón. «¡No te abandonaré», exclama, y sin vacilar hunde en su pecho el acero. Se vuelve Melisa  un manantial de sangre, una fuente moribunda de sangre brotando por la herida; se esparce la sangre por todo el Claro de las Rosas; las rosas blancas más próximas al acontecimiento se cubrieron íntegras y desde entonces se volvieron rojas; las más distantes recibieron salpicaduras y se volvieron rosadas; las más alejadas no fueron tocadas por la sangre y permanecieron blancas.

Inspirado, a continuación me cuenta otra leyenda de las rosas.

Cierta vez una princesa rumana se bañaba en un pozo y el Sol la vio; quedó tan impresionado con su hermosura que estuvo en ese punto del cielo tres días, sin moverse, para poder contemplarla a su antojo y cubrir todo su cuerpo con sus cálidos besos. Al darse cuenta Dios de que el orden de su Universo estaba en peligro, transformó a la doncella en una rosa y ordenó al Sol seguir su camino. Por esta razón las rosas bajan la cabeza y se sonrojan cuando el Sol las saluda.

Y nadie  pudo detenerlo; siguió, como un loco, hablando de las rosas, recitando a veces; a veces cantando los versos al estilo flamenco.

Los poetas siempre han sido fascinados por las rosas y muchos de ellos declararon su anhelo de descansar con esas flores en sus tumbas. Habréis de cavar mi fosa allí donde el viento del norte pueda sembrarla de rosas ─escribió Omar Kahyam─. Por alguna esotérica razón, hasta el día de hoy ignorada, un deseo similar de Rainer María Rilke no ha podido ser satisfecho; fue enterrado en un  perdido cementerio del país de Valais, el 2 de enero de 1927, y antes de exhalar el último suspiro exigió que escribieran en su lápida sepulcral el siguiente epitafio: Rosas, ¡oh, pura contradicción!, no ser el sueño de nadie, bajo tantos párpados… y que  lo dejaran descansar por toda la eternidad bajo rosales plantados en su sepultura; porque de acuerdo con una idea que desde siempre rondó en su mente, las rosas sembradas sobre una tumba, al hundir sus raíces en la tierra se alimentan de la materia de los muertos, captan los misteriosos sueños del más allá y los hacen llegar al mundo material mediante su aroma;  aunque solo los poetas, los demiurgos, los iluminados, los sensitivos y los locos pueden interpretar sus mensajes. Así se hizo, pero las rosas se niegan a prosperar en ese sitio. Dicen que a causa del gélido viento alpino. ¿Será verdad? La belleza de la rosa es inefable, de aquí que la mejor forma de describirla sea esa frase críptica de Gertrude Stein: Una rosa es una rosa es una rosa; y ni el nombre importa, porque lo que llamamos rosa, con cualquier otro nombre no tendría perfume menos dulce, escribió Shakespeare en Romeo y Julieta; a lo cual añado: ni forma menos mórbida y voluptuosa. Se dice de ella que es la reina de las flores; es símbolo del amor, de la virtud, de la confianza, de la virginidad, del misterio, del secreto, de la infidelidad y del pecado; también significó el  pasar del tiempo y la fragilidad de la existencia; por eclosionar y morir en breve plazo, simbolizó lo efímero de la belleza; este sentimiento ya se deja sentir en los antiguos griegos y romanos y lo sintetiza el tratado poético Rosas de Décimo Magno Ausunio: Coge rosas, doncella, / mientras son nuevas la flor y la juventud / y recuerda que tu edad se desvanece / como la de ellas… El tema se deja sentir en todos los poetas latinos y seguirá en la poesía de Ronsard, que está plagada de rosas: Mignonne, allons voir si la rose… Y de Fray Luis de León, en su indeciso febril debate entre el último aliento de neopaganismo y la cristiadad trunfante… Las mejillas hermosas,/cual nubes al Oriente arreboladas,/ más blancas son que rosas /de rojo matizadas,/cual colorados cascos de granadas. En La Divina Comedia el Paraíso tiene forma de una rosa; el Edén está lleno de rosas y el amanecer era el reflejo de la luz de todas esas flores juntas, del mismo modo que el melancólico fulgor del atardecer reflejaba las llamas del infierno cantó Rosamond Richardson. Las hermosas flores también obsesionaron a los vates arábigo-andaluces; se hace evidente el más notable de ellos, Ben al-Zaqaq, de Alcira: Bebe el vino junto a la fragante azucena que ha florecido,/y forma de mañana tu tertulia, cuando se abre la rosa. /Ambas parece que se han amamantado en las ubres del cielo, /y que aquélla mamó la leche del alba y ésta la sangre del crepúsculo. En el ámbito de la cristiandad la rosa blanca es emblema de la Virgen María.  En el mito persa sobre las rosas, todas estas flores eran blancas, hasta que el ruiseñor, incapaz de soportar la pena de un amor no correspondido por la rosa, se abrazó a su tallo con la intención de clavarse una de sus espinas en su corazón, y lo hizo con tanta fuerza que brotó de la herida toda su sangre y tiñó de rojo la rosa; el poeta Sedulio refleja en sus versos una de las tantas paradojas de la rosa, la transfiguración de lo carnal en lo divino: Tal como la adorable rosa, ella misma desarmada,/ florece entre espinas, y se vuelve corona, /así, brotando de la raíz de Eva, María, la nueva Virgen, /expió el pecado de la Primera Doncella. La belleza y el perfume de la rosa simbolizan al amor, y sus espinas, las heridas que el amor suele causar. La roja es el amor apasionado, la blanca, el amor casto; pero he aquí otra de las paradojas de las rosas: tanto como símbolos del amor, lo son de la muerte, de la más siniestra de las muertes posible; la rosa roja se vinculó a la peste, cuya primera manifestación es un brote de sarpullidos purpúreos de forma circular, que la gente llamó rosas. Durante el Medioevo, se hizo común asociar a la muerte la rosa blanca, por su lividez;  fue de rigor que una doncella fallecida bajara a la tumba llevando una de esas flores  en su seno…

De pronto, cae dormido.

Sus historias inventadas ─o evocadas─ eran maravillosas; sin embargo, no pasan de ser consejas, mitos, leyendas; me complacen más sus reportes de las cosas que ocurren allá abajo, porque aunque siendo más simples, me mantienen vinculado al mundo real.

Un día apareció en el parque la que fue llamada por los internados La  chica del perrito; una muchacha de bella apariencia que todas las mañanas se ejercitaba recorriendo a paso rápido el perímetro del parque, acompañada por un perrito. El  animal en cuestión resultó ser perrita, según lo informó el Otro al verla orinar. El Otro se recreó en la descripción de la criatura; a tanta distancia no podía decir con propiedad si era bonita, pero en todos los demás atributos físicos era hermosa. Una cabellera frondosa, oscura y ensortijada enmarcaba su rostro; era esbelta, bien hecha; en su camiseta se perfilaban sus pechos y se hacía evidente la ausencia de sostén por el balanceo de ellos a su andar; su trasero era «nerviosito». También la bautizaron Hada Matutina; el Otro le calculaba unos dieciocho o veinte años, no más.

El Hada Matutina vino a formar parte de mis ensueños eróticos. Habría dado con gusto lo que me quedaba de vida por verla una sola vez; su descripción a través de un observador intermediario no me satisfacía. Más aún, me causaba angustia. Preguntaba por los detalles: cómo eran sus zapatos, cómo iba peinada ese día, ¿llevaba el pelo suelo o en cola de caballo?, de qué color su camiseta… Y el perrito, ¿cuál era su raza? ¿Hablaba con alguien?… Mi ansiedad me impulsó a sugerirle al Otro, sutilmente, la posibilidad de alternarnos en la ocupación de la cama de la ventana, lo que con la ayuda de las monjitas no resultaría mayor problema. El sujeto cambió bruscamente el tema de conversación; se puso áspero y desapacible, dando a entender, de plano, su total desacuerdo con el asunto. ¡Maldita sea!, por hecho azarístico de haber llegado primero goza exclusivamente del privilegio de ver por la ventana. ¡No me parece justo! Tramé decirle de mi idea a una de las hermanas y confabularme con ella a propósito de lograr el objetivo, como si fuera una decisión suya o el cumplimiento de una disposición superior, pero aquí es difícil hablar en privado con alguien; no obstante, no dejaría pasar la menor oportunidad.

Me pareció una vileza inconcebible del Otro su reacción ante la posibilidad de alternarnos en la cama de la ventana; masticando mi frustración, sentí cómo mi envidia por él se transformaba en odio, un odio sordo, disimulado, por cuanto una manifestación explícita del sentimiento turbio podría dar lugar a la suspensión de las narraciones y reportes de acontecimientos, lo cual sería peor para mí; en consecuencia, farisaicamente mantuve mi tono de interacción alegre y cordial habitual entre ambos; no dejé de expresarle mi agradecimiento por la distracción que me aportaba. Tuve éxito en mi hipocresía; el Otro no percibió el más mínimo rasgo de hostilidad en mi conducta, y, como siempre, siguió informándome y contando relatos.

¡Gloria de Dios, que cosa más grande! Un detalle nimio viene a enriquecer nuestra rutina. Un día se presenta una de las hermanitas, alborozada, portando un pequeño receptor de radio. No encontramos palabras cómo agradecerle la gentileza. La monja lo pone en la mesita de noche, lo conecta y dicta las instrucciones de uso. Podemos oír noticias y música, eso sí, nada de música escandalosa y vulgar, sólo clásica, y a bajo volumen. Lo sintoniza en una emisora que la difunde. Suena algo, parece Beethoven.

El Otro aprovecha la circunstancia para hacer uno de sus juegos verbales. Beethoven, ¡ah, sí!: estuvo perdidamente enamorado de una jovencita y compuso Para Elisa; Bach, infortunado, sufría de eyeculación precoz, en razón de lo cual escribió tocata y fuga; Stravinski, en cambio, era una fiera: podía coger tres o cuatro putas de seguido, según cuenta Paderevski, y eso le inspiró su ballet El pájaro de fuego; Orff era nazi  y compuso en honor a Hitler una cantata para tenor afónico y coro de hijos de puta; a  Chopin se le paraba impromptu, pero sólo en ratos nocturnos…

Así corre el tiempo; a ratos ameno en medio de las agobios propios de la enfermedad, sin hacerme perder de vista la cama de la ventana; la obstinación persiste y se fortalece cada día; porque es, conclusivamente, una obsesión, una idea fija, presente en el trasfondo de todo cuanto pienso e imagino. Me consuela la certidumbre respecto al escaso trozo de vida a disposición del Otro; no va a vivir mucho; ¡ya está bien!: no puede vivir mucho. En efecto, lo noto peor cada día; ahora casi no puede mover la cabeza ni erguirse; su parla se ha hecho difícil, discurre entre jadeos; con todo, conserva el miserable su sentido del humor y no pierde su perspicacia para captar detalles de cuanto ve por la ventana. ¡Termina de morirte, grandísimo carajo!

Pero no se muere el Otro; es más, creo percibir cierta mejoría, al menos en su estado de ánimo; supongo será por la proximidad de la Navidad. En todo el hospicio se siente la tensión jubilosa por la Sagrada Celebración; las monjitas lucen risueñas y parlanchinas; no cesan de hacer comentarios sobre el nacimiento del Redentor y con cierta inocente picardía anticipan que «tendremos fiesta».

─Sí. ─comenta el Otro entre resuello y sofoco, sacando ánimos no sé de dónde. Lo que ellas llaman «fiesta» es una cena especial, con dulces. Y una copa de vino barato, si los médicos no lo prohíben. También hay un coro que canta aguinaldos por todo el hospital… Abajo hacen un pesebre, que es famoso; viene gente a verlo de todas partes y dejan limosna; recogen buena plata las monjitas… Los enfermos que pueden  bajan y comparten con los visitantes. Esa es la fiesta.

─ No te fatigues… ─acoto con disposición meliflua, cuando en el fondo mi único deseo es que se extenúe hasta morir de una vez por todas.

El Otro no me toma en cuenta y sigue su perorata:

─A ti seguro te van a llevar, en la silla de ruedas… A mí, no. No puedo, además, no quiero… Las dos primeras Navidades pasadas aquí, me llevaron a la fiesta; en esta, no puedo… Además, aunque pudiera no iría… ¡Me repugnan los visitantes!… No soporto sus sonrisas compasivas, sus acaramelamientos falsos…

─ No me parece tan malo; al  fin y al cabo, ver gente distinta a las monjas y los doctores, es una distracción.

─Bueno, si tú tienes vocación de fenómeno de circo. Si no te importa que te miren disimuladamente y hagan comentarios en voz baja entre ellos… Para ellos los inválidos, especialmente los que estamos, como tú y yo,  retorcidos como un tubo de  pasta de dientes de un internado de carajitos, somos una «atracción», ¿entiendes? Los visitantes se muestran de lo más amables y solícitos;  son una sola sonrisa, un solo cariño… ¡Hasta te sacan a bailar, los muy imbéciles!

─¿¡Bailar!?

─¡Sí!… A bailar, como hay música, los aguinaldos y  eso, te sacan a bailar: te agarran las manos y  bailan, haciendo mover la silla de ruedas de uno a otro lado. Algunos se prestan a esa farsa grotesca y hacen payasadas; a la gente le encanta… aplauden y todo eso…

─Realmente, esa parte de la fiesta no me gusta… Me parece grotesco…

El más celebrado es  un retrasado mental paralítico que se menea como un muñeco y se ríe a carcajada batiente… Es que esos necios creen hacer un acto de compasión cristiana siendo amables con los enfermos; pretenden darnos a entender que no por nuestra incapacidad somos diferentes, buscan «igualarnos» a la gente normal… ¡Iguales! ¡Maldita sea!

De súbito, sobreviene el colapso; un estertor profundo, escalofriante, semejante al ruido de las tablas de un ataúd al resquebrajarse,  interrumpe algo que cuenta, y queda desmayado.

A grito herido alerto a las monjas. Aparece a la  carrera  una de las más jóvenes, sobre sus pasos viene una jefa de enfermeras. La primera dice algo respecto a buscar a un doctor, la más experimentada ordena: «¡Lo que hay que hacer es traer el oxígeno! ¡Hala!» Sale disparada la hermanita. Su colega espera al pie de la cama en actitud de oración y alguna plegaria murmura, según deduzco del movimiento de sus labios. Mi alegría no tiene límites al escucharla musitar, como para sí misma: «Se nos está yendo, el pobrecito… Esté dispuesto Dios a recibirlo en sus brazos, ¡Amén!».

Regresa la monjita llevando el equipo de oxigenación en una carrucha; la monja mayor lo conecta al colapsado. «Ahora, sí» ─instruye. «Busca al doctor». Al cabo de  unos minutos aprecio, espantado, que el Otro empieza a recobrar signos vitales. ¡No se ha muerto el hijo de puta! Me increpo a mí mismo por haber alertado del incidente; de no haber incurrido en la necedad de gritar a lo mejor el auxilio habría llegado tarde y habría fallecido ¡Soy un estúpido! Pero lo cierto es que no pude evitarlo; grité llevado por la sorpresa y el instinto, no por la intención de atraer ayuda para salvarle la vida. ¡Nada más lejos de mi voluntad!

─Este hombre está en estado precomatoso; sin el oxígeno, se muere. Ya están comprometidos la nervadura de los músculos del tórax y el diafragma. ─diagnostica el médico, luego de una rápida revisión del enfermo.

─¡Sea la voluntad de Dios! ─dice la religiosa.

El galeno la mira interrogativamente, como pendiente de su decisión de darle oxígeno y prolongar artificialmente la vida, o quitárselo y acelerar el inevitable final.

Con acento enérgico, la monja hace saber su juicio:

─¡Pues lo mantendremos con oxigeno hasta que Dios quiera! A continuación, en una reflexión íntima, añade: Mientras existe un hálito de vida, el alma está ahí; y es nuestro deber cristiano ayudarlo.

«¡Maldita sea!», exclamo in pectore.

El médico guarda silencio; apenas da a entender su desacuerdo con la  decisión monjil mediante un casi imperceptible movimiento de los hombros; el gesto de uno que no quiere entrometerse en asuntos ajenos,  y sin más se va. La monja mayor dicta algunas instrucciones a su subalterna y también salen.

He presenciado los acontecimientos en silencio, a medias erguido en mi cama, apoyándome en mi brazo útil.

Estoy desolado, me embarga una sensación de miedo por el presentimiento, o mejor: certidumbre, de mi idéntico  final. He presenciado mi propio proceso de morir: el horrible estertor, la pérdida de conciencia, el coma, quizá el inútil oxígeno… Desde saber lo irreversible y fatal de mi dolencia me había propuesto encarar  la muerte con buen ánimo; celebrarla como una bendición. Sin embargo, ahora, cuando la Muerte no sólo rondó a mi lado, sino que aún está ahí, siento desmoronarme. Puedo verla sentada a la cabecera de la cama del Otro; tengo la  impresión de su mirada clavada en mí y capto una cierta sonrisa dibujada en su calavera, diciéndome «¡Pronto será tu turno!»; siento un escalofrío a lo largo y ancho del cuerpo, un erizamiento; es el terror. Sollozo, con la cara hundida en la almohada; en el trasfondo escucho el rumor acompasado de la respiración artificial del Otro.

La Muerte continuaría ahí, en el cuarto, hasta cumplir su cometido con el Otro y más tarde volvería por mí. Y tan sólo me queda soportarla con entereza; la monja jefa me lo hizo saber. El único cuarto privado reservado para aquellos en el tránsito, vale decir, en coma, está ocupado por un individuo cuyo fin no acababa de llegar, y en ese cubículo no cabe otro. Debía «sacar fuerzas de la flaqueza», aconseja la religiosa. «La Voluntad Divina es inescrutable; este nuevo penar  añadido a su calvario quizá sea una prueba impuesta por Él, y signifique ganancia de indulgencias para su redención. Peor le fue a Job, y ahora está en el cielo; o a ese san Lázaro… ─la monja le da una mirada a vuelo de pájaro a la imagen y se persigna─ que está ahí, inspirándole y dándole fuerza con sus propios sufrimientos. Ore, y dele gracias a Dios fervientemente».

La soledad y el saberse Uno acompañado por la Muerte son sensaciones espantosas; sin embargo, lo más desesperante es el aislamiento del mundo exterior; ya me había acostumbrado a estar en contacto con el entorno mediato, con el parque y sus acontecimientos, a través del Otro. Me hacía falta ese retacito de vida percibido a través de la ventana.

No obstante mi vehemente deseo, no me atrevo a pedirle a la hermana principal su beneplácito para cambiar de cama. ¿Qué  pensaría la monja de un sujeto cuyo capricho de estar al lado de la ventana no vacila en perturbar la paz de un moribundo? Porque si para mí «estar al lado de la ventana» es una necesidad esencial, para ella quizá sólo sea eso, un simple capricho. Con esa petición  seguramente me ganaría su desprecio y malquerencia, y quizá hasta podría inducirla a proceder de forma contraria a mi ruego. No es inteligente; la estrategia correcta es esperar pacientemente. Me reconforta saber que cada minuto que cae, cada día ido, es un avance hacia mi objetivo.

Pero el Otro no acaba de morirse. Ahí está, evidentemente vivo; entubado: el oxígeno, suero, alguna otra cosa fluyendo de  un frasco, corriendo por un conducto insertado en su vena. La bombona y los parales destinados a sostener en alto los envases casi llenan todo el espacio entre las camas. Un aparato de control del ritmo cardíaco suena tic, tic y ocupa la mesita de noche; ¡se llevaron el radio!

Entonces me viene uno de esos malos pensamientos, este sí de verdad pérfido, al extremo de producirme grima en su primer tránsito por mi mente; sin embargo, como suele suceder con el horror, al persistir en mi aparato psíquico termino acostumbrándome a la idea; poco a poco dejo de alterarme y lo  reviso con frialdad; dándole vueltas voy afinándolo.

La fiesta había empezado desde días atrás; el coro de monjitas recorría los pasillos del hospicio cantando aguinaldos, celebrando gozosas la Natividad… Visitaban algunos de los cuartos y cantaban un par de canciones; evitaban el ocupado por el Otro y yo, debido al estado crítico de mi compañero de infortunios. La monja de mayor jerarquía me invitó a ver el nacimiento en la planta baja; me rehusé con humildad; la religiosa creyó entender que la negativa respondía a mi estado de ánimo: «Lo comprendo; usted debe estar muy acongojado por su compañero y amigo; es comprensible que no tenga ganas de estar de fiesta»… Confirmé su impresión envolviéndola en una mirada lánguida y dibujando en mi rostro una expresión de íntima pena. «¡Ay, hijo mío!» ─musitó la hermana─, «A veces el Señor nos impone pruebas durísimas. Pero, ¡alégrese!… Venga, hermano en Jesús, venga… Rece conmigo esta jaculatoria»…

La provecta mujer se arrodilló al lado de mi lecho, me hizo poner la manos en posición de orante y a medida que ella las recitaba, a repetir palabra tras palabra una  versificación sadomasoquista  y martirolátrica: «¡Sea el martirio vivido con gozo!, / quede el rencor hundido en un pozo. / Cuanto mayor aquí sea mi pena / más breve de expiar será mi condena. / Al cielo voy por la escala del dolor  / y yaceré  a los pies de Jesús, mi Señor.»

Puso su mano en mi frente, se persignó y como despedida dijo: «Paciencia, resignación y oración… ¡Mucha oración!»

Ahora es de noche; la noche del 23 de diciembre, víspera de la Nochebuena. Es tarde, hace rato acabó todo jolgorio; sólo se escucha el silencio. Espero el paso de la primera ronda de enfermeras y actúo. En un esfuerzo supremo logro moverme hasta quedar tendido lateralmente; no me explico cómo puedo hacerlo, supongo lograrlo impulsado por la obsesión. Valiéndome de mi brazo útil alcanzo el tubo de plástico conductor del oxígeno vital;  lo presiono entre mis dedos índice y pulgar, interrumpiendo el flujo del gas. El efecto de la maniobra no tarda en hacerse sentir. El persistente levísimo estertor de siempre a partir del colapso da paso a un jadeo; luego un sonido gutural indescifrable y el silencio.

Mantengo la  obstrucción del conducto un rato más, mientras mi menguada energía me lo permite; otro esfuerzo y vuelvo a mi posición inicial; me cubro con las sábanas y simulo dormir. Tengo la sensación de que la Muerte ya no está ahí; se ha ido con su presa.

La hermanita responsable del aseo matutino reporta el acontecimiento. Varias de la monjas, procediendo con pulcritud y rapidez, en cosa de minutos se llevan el cadáver y los aparatos, voltean el colchón y cambian la lencería.

El anhelado puesto al lado de la ventana ahora me es accesible; pero me cuido mucho de dejar entrever  mi alegría; muy en sentido contrario, expreso pesadumbre. Es la monja principal quien asume la piadosa tarea de consolar a quien supone afligido. Me instiga a seguirla en un responso  por el alma del finado, en cuyo discurrir hasta se me salen algunas lágrimas; mi consternación conmueve a la buena mujer. En mi fuero interno maquino cómo hacer la solicitud; el momento no me parece idóneo; decido, en consecuencia, dejar pasar el día sin sugerírselo. ¿Y si en el ínterin aparece alguno y le dan el puesto? Cambio de idea y decido a proceder de inmediato, en cuanto termine el rezo la hermana y se disponga a marcharse.

Expongo mi rogativa en la forma más delicada posible. Para mi sorpresa, la religiosa la toma como algo natural. «Todos piden lo mismo» ─comenta, esbozando una sonrisa triste─. «El finado ─¡Dios se apiade de su alma!─ inicialmente ocupaba su cama y también quiso cambiarse a esta cuando falleció su acompañante»… «Por cierto, en circunstancias muy similares»… No  hay ningún impedimento; impartirá instrucciones  al respecto en el curso del día.

─ ¡Tendrá su ventana como regalo de Navidad! ─dice la hermana en un tono festivo, mientras sale.

Me  parecen siglos las horas transcurridas entre ese momento glorioso y la aparición de dos monjas comisionadas para cambiarme a la cama de la ventana. Tiemblo de la emoción mientras lo hacen, pero todavía no logro ver; además, quiero depararme ese placer estando solo. Les ruego elevar la cabecera y cierro los ojos en tanto una de ellas le da vueltas a la manilla; al fin se van. Respiro profundo, abro los ojos; miro a través de la ventana.

Solamente veo muros grises desteñidos por la lluvia, erosionados por el viento; dos muros grises formando un ángulo de noventa grados, las paredes de sendos cuerpos del edificio. No se ve más nada. No hay ninguna perspectiva. Nada, ningún parque con bancos y senderos, ningunos árboles frondosos, ningún niño ni persona, ninguna Hada Matutina; ningún perro. ¡Ni un pedacito de cielo! Nada, sólo muros inmensamente grises.

 

 

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