Indiana Jones
“Indiana Jones quien regresa a su casa / silbando una canción de Tina Turner; / arañas hacendosas, en los techos del mundo, / ven pasar su sombrero”.

Enrique Gracia Trinidad, ese poeta mayor de las letras hispanas, prefiere arrellanarse en el sofá favorito de su infancia para disfrutar de sus inseparables tebeos. En un ensayo escrito en Caracas, Venezuela, recogido luego en el libro —antología La Poética del vértigo, Editorial Jirones de azul, Sevilla, 2007— hace ya algunos años, escribí este texto que —creo— mantiene su vigencia.

Acompañemos entonces, apoltronados en el mullido sillón de la sala de estar de su poesía, comiendo palomitas, al trovador apócrifo, al escritor deshechizado que dejó de ser fabulada rana de leyenda y estanque, por efecto directo de castos besos de inocentes princesas, en la lectura y comentario de sus personales tebeos y odiseas, actuales y antiguos, contemporáneos y clásicos, de este siglo y de aquellos otros que vieron nacer los más recónditos mitos que el hombre acunó, preservó y difundió para, a la vez, crear y demoler a sus más remotos y desemejantes dioses:

  • Gilgamesh: Al invencible valiente de mil y una aventuras, el poeta le advierte: “Escucha (…) Uruk, donde los cedros abrigaban tu trono, / ya no existe. / La serpiente comió la verde rama de la inmortalidad / y nadie ha vuelto a ser lo mismo. / Los héroes como tú no tienen una hazaña que llevarse a la espada”.
  • Indiana Jones: Como el idílico Ulises se perdió —tiempo ha— en las lejanas y cantadas islas del olvido, el poeta reconoce que el auténtico aventurero en nuestros días es indiscutiblemente: “Indiana Jones quien regresa a su casa / silbando una canción de Tina Turner; / arañas hacendosas, en los techos del mundo, / ven pasar su sombrero”.
  • Robín Hood: Con el pulso tembloroso, poco atinado ahora en el ilustre oficio de templar arcos y tirar flechas, el bien amado malhechor de los bosques de Sherwood observa, desde su sempiterna atalaya vegetal, como “el Pequeño Juan da clases de gimnasia / para artistas de Hollywood”.
  • Aquiles: El más veloz y celebrado héroe de la legendaria Grecia visto por los contemporáneos y cínicos ojos literarios de Gracia: “tiene artritis y tose con frecuencia, el talón le ha crecido, / y anda vendiendo vasos de cerámica / para turistas sudorosos”.
  • Superman: El rey de los tebeos de mi infancia, el Aquiles contemporáneo, el superhombre —no es un ave, no es un avión— de mis nunca prescritos tiempos, el líder indiscutible de mi íntimo club de superhéroes, el Clark Kent con capa y sin gafas, “el que más corre, el que vuela, / el que sujeta el mundo con sus manos / mientras Atlas se sienta en un banco del parque / para dar de comer a las palomas”, no es, sin embargo, el preferido del escritor. En efecto, Gracia Trinidad confiesa sin remilgos su personal y justificada predilección por El Fantasma: “Y qué decir de ti, Enmascarado Duende Que Camina, / The Phantom, Mr. Walter, / mi indiscutible favorito. / Heredaste de tus antepasados el trono de la calavera y hasta un anillo cátaro…”
  • Schwarzenegger: Más que el victorioso gobernador de la California, de la mítica isla-país de Las Amazonas de Sergas del Esplandián, Arnold, el fortachón, es, hoy por hoy, el vencedor indiscutido de Sansón, “al que incluso le pagan una buena fortuna por luchar con los malos / sin que le caiga encima un templo”.
  • Guillermo Tell: El destino final e imprevisto del héroe helvético por antonomasia es recogido e informado por la irónica prensa roja del poeta: “Guillermo Tell asesinó a su hijo, / la flecha dio en el ojo limpiamente / y dos fotos redondas, de manzana exclusiva, ilustran el suceso”. Y, por si fuera poco, el escritor nos da también regocijadas noticias rosas de otros héroes en olvido: “y la Venus de Milo fue sorprendida un siglo de estos / acariciando con pasión, / es un decir, / a los siete enanitos y al último mohicano”. Y es también capaz Gracia Trinidad de formular, en tono de comentarista de farándula y de experto en cotilleo de la televisión española, un subrepticio reclamo por la virilidad y fertilidad de tantos prodigios, por la evidente falta de descendencia de tan atrevidos y aguerridos superhéroes: “Siempre me pregunté si el Capitán Trueno y Sigfrid / hicieron algo más / que dirigirse lánguidas miradas, / detrás del castillo de Thule. / Lo mismo me pasó con Superman / y aquella periodista menudilla / que se llamaba Luisa. / Y qué decir de ti, Enmascarado Duende Que Camina (…) sigue pendiente tu asunto con Diana (…) Dale Arden y Flash Gordon huelen a goma de borrar / de bachiller antiguo; / si no fuera por Zarkov y por Ming / nos habría matado tan largo aburrimiento: Todos igual. / Menos mal que la Dama y el Golfo vagabundo / fueron una excepción con prole numerosa, pero el resto…”    
  • Peter Pan: “Uno quisiera haber sido Peter Pan. / Uno quisiera —repito— / no haber crecido nunca (…) Todo esto me tiene triste, me aburre incluso (…) como me aburre incluso que no me llamen James / y que me llame Garfio hasta el mismísimo cocodrilo. // Pero así son estas cosas (…) Permítanme que acabe este poema, tengo un barco que dirigir / y se me ha terminado el papel”.

Y muchas más noticias frescas tenemos de los héroes que alimentan la fábula de sus fábulas. En poemas que son un verdadero viaje en el tiempo, del pasado al presente, que actualizan situaciones, oficios y destinos ciertamente imprevisibles, descabellados, Gracia Trinidad nos informa —convincente— que, por un lado: “Guillermo Tell quedó para contar sus aventuras / a unos nietos que piensan en binario / y ya no le comprenden. // Conan, el gran cimerio; San Jorge y su dragón; / Sigfrido el valeroso, que también tuvo el suyo como tantos; / el propio Peter Pan, que al final ha crecido; / y tu amigo Enkidú, / y el mismo Quijote de la Mancha. / Todos los esforzados paladines de mi mesa camilla; / están haciendo cola / para ver si le dan subsidio al paro”.

Y por otro lado, más minucioso y detallista, el escritor nos rinde cuenta del quehacer de otras tantas de sus heroínas y malvadas de su infancia y juventud: “Las hadas buenas de los cuentos viejos / son de una ONG y llevan vaqueros, // Blanca Nieves montó su propia empresa, tiene siete enanitos repartiendo comida a domicilio: // Alicia y el conejo, dejaron de correr / pusieron un casino y se forraron. // Todas las brujas malas consiguieron sanar sus caídas, / hoy son bibliotecarias, cuidan gatos, / y hacen páginas web para Internet: // Cenicienta se divorció del príncipe / y trabaja por horas en una empresa de limpieza. // Caperucita empuja carros llenos / de tazones con sopa y arroz blanco / por los pasillos de una clínica”.

 En la medida en que los dioses se disipan, los héroes cercanos al poeta, en franca camaradería, van envejeciendo, se van retirando del imago contemporáneo, para habitar en el recuerdo enternecido del escritor. Convencido Gracia Trinidad de que la realidad es como es, ni buena ni mala, sino simplemente real, concluye su narración detallando como quedó el siglo XXI que transcurre y continúa sin ellos ni ellas: “Desde que ellas salieron de sus cuentos: / a las varitas mágicas las come la carcoma / los príncipes azules están verdes, tienen reuma y cataratas; / donde dice “bebedme” no hay más que Coca – cola; / nadie fabrica ya zapatos de cristal / y en el bosque del lobo / hay urbanizaciones y piscinas…”

Y como guinda en codiciado pastel de un cumpleaños infantil – celebrado con toda pompa y circunstancia -, en un parque de atracciones a cielo abierto, el poeta utiliza a Pulgarcito para dejarnos esta reflexión.

Eché migajas de pan en el camino,

 y vinieron los pájaros

para darse un festín

 con mi memoria.

 Luego llené de piedras de colores

 el sendero del bosque que recorro sin tregua,

y alguien las recogió.

 para hacer el mosaico de un templo sin altares.

 Me abrí las venas

 y dejé gotas de aliento por el suelo,

 pero la tierra tuvo sed,

no fue visible el rastro

de mi sangre.

 Con furia, hice pedazos mi máscara de siempre

 y los dejé caer con el dolor de haberme desnudado,

 pero resulta difícil

 hallarse entre los restos de mil máscaras.

 

Opté por no dejar ni rastro,

huir hacia adelante,

 perseguir la sospecha de no volver jamás.

Algún jirón de sueños se quedó entre las ramas.

Y descubrí que estaba andando en círculos,

que encontraba mis huellas una vez, otra vez

 y otra vez siempre.

 Dejó de preocuparme el porvenir.    

 

 

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