Especial para Ideas de Babel. Cuando la tragedia pierde su lógica y comienza a desbordarse en el absurdo, precipita al ser en el sin sentido, no teniendo otra opción que reducir o pervertir sus pensamientos y sentimientos, en la obsesión que determinan los extremos a los que lleva la dinámica de la propia tragedia. En la cumbre del horror se ha de militar o meditar. En una dictadura, se puede ser un santo o un criminal. Las opciones del ser son estrechadas, privando sólo dos senderos por donde huir o refugiarse: el misticismo ciego que propugna el amor sin destinatario, o la carnicerÃÂÂa en la que se mata o desmiembra, con el entusiasmo del odio y el resentimiento, para despojar o apropiarse de lo ajeno, asàse tenga que matar hasta para conseguir un pedazo de pan. En las esferas de alto poder, el robo y el crimen, se ejecuta y trafica de otra manera.
La naturaleza de estas opciones derivan en persistente  costumbre, cuando en un paÃÂÂs es abortado el estado de Derecho por los jerarcas del poder totalitario. Negada las elecciones. En medio de una tragedia social sembrada por la locura de un muerto, no se trata de vivir, sino de sobrevivir. Nadie puede escapar del espectro dictatorial  que quiere perpetuarse más allá del tiempo, de la existencia misma de la persona. Sólo los suicidas ponen fin a la tragedia inmolándose en la propia tragedia. Los que buscan la paz en el exilio sucumben a la nostalgia. A los más sensibles el corazón les deja de latir, o de tanto sufrir, empollan un cáncer que no esperaban. Ni siquiera los inocentes tienen alas para salvarse de la herida y la desgarradura colectiva. Paradójicamente, estos pueden llegar a convertirse en criminales sin conciencia. Más si no se les ha enseñado a diferenciar los lÃÂÂmites del bien y del propio mal. Dios mismo se los permitirá, y los perdonará. Por eso, en las dictaduras totalitarias, el Gran Inquisidor induce a la corrupción del alma. En Venezuela, el crimen no tiene castigo. Porque es una necesidad intrÃÂÂnseca del poder total.
Los dos jóvenes militares asesinados por la banda de los cachorros, en Caracas, la ciudad  que ostenta el valor o el tÃÂÂtulo de ser la más peligrosa del mundo, tenÃÂÂan nombres y reconocidos méritos por su ocupación dentro de la Guardia Nacional Bolivariana. Los niños que los asesinaron todavÃÂÂa no sabemos cómo se llaman. EjercÃÂÂan un oficio peligroso, sÃÂÂ. Ese que se dispara de los instintos cuando se vive en situación lÃÂÂmite. Entre los pequeños criminales, también puede existir una jerarquÃÂÂa que conquista el mérito por otros senderos. La foto de una niña de quince años, rueda por las redes, como la cabecilla de la banda.  Su imagen es tan pura y celestial, que contrasta con el crimen cometido. Vemos su rostro y no lo podemos creer. Es un equivoco o un fatal desatino. Podemos pensar en ese éxtasis en que vive por el contrario, el antropófago de la fatalidad y la crueldad. El lector o el espectador del horror que necesita que estos hechos ocurran. Ese que se alimenta con los despojos de la violencia. «Todo lo que existe pretende terminar en una fotografÃÂÂa», escribió una vez la escritora norteamericana, Susan Sontag.
Sólo un vinculo unÃÂÂa a los niños con los jóvenes guardias: la inocencia. Los militares fueron entrenados para perseguir, reprimir y neutralizar a un enemigo común y puntual que tomara las calles en manifestaciones de protestas no permitidas por el gobierno, menos por la AlcaldÃÂÂa Libertador. Jamás a una banda de delincuentes, conformada por niños, entre seis y quince años. Estos tomaron por sorpresa a los guardias, que habÃÂÂan salido del local donde bebieron unos tragos, con una estrategia que pareciera haber sido bien pensada, calculada por una inteligencia singular. ¿Es que el hambre y el desamparo provee de ingenio? Alguien escribió que la banda de los cachorros actuaron sobre el cuerpo de los guardias, como pirañas. Sin embargo, la metáfora se devela cuando sus dientes eran filosos cuchillos de cocina. El ensañamiento â€â€Âen un intento de encontrar una explicación probablemente es un deseo fervoroso por querer matar con ello a la realidad como un todo, para que no sirva de plato exquisito para la ficción. Una novela, una pelÃÂÂcula.
En Sabana Grande, la zona donde los militares encontraron la muerte, se sabÃÂÂa de la existencia de esta banda de niños terriblemente peligrosos. Pero  no fueron detenidos definitivamente y, más aún, socorridos por los órganos de protección al menor, para sacarlos del infierno donde vivÃÂÂan. Insólito, esta banda de niños actuaban fundamentalmente de madrugada, armados con el filo de los cuchillos. Es decir, estos niños no concebÃÂÂan la noche para dormir, sino para salir de entre las sombras a buscar su presa y con ella atrapada, convertirla en la proveedora de su alimento. La calle oscura era su hogar y cobijo. No tenÃÂÂan padre ni madre. El Estado nunca se habÃÂÂa ocupado de ellos. No los despreciaba, pero los ignoraba. Porque para el gobierno, los niños de la calle desde hace tiempo desaparecieron, dejaron de existir. No volvieron a ser protagonistas de su bandera de redención revolucionaria. Hace diecisiete años, El comandante eterno, los habÃÂÂa salvaguardado en la ilusión de la promesa. “Declaro que no permitiré que en Venezuela haya un solo niño de la calle; sino dejaré de llamarme Hugo Chávezâ€ÂÂ.
Ahora, cómo juzgar a estos niños que no tienen conciencia del delito y de la culpa. En ellos ni siquiera habrá arrepentimiento. No saben diferenciar el bien del mal. Fueron abortados después de nacer. Echados a las calles de Sabana Grande y Plaza Venezuela, como una basura o una carga demasiado pesada para asumir la responsabilidad de criarlos. Cuando sean adultos no recordarán lo que hicieron. No tendrán memoria. Su naturaleza será el crimen. Los mismos jueces y psiquiatras estarán atados ante su demonÃÂÂaca inocencia. No sabrán qué hacer con ellos y olvidarán el caso, como se estila en Venezuela, confinándolos en un retén donde seguirán afilando sus cuchillos, hasta que de nuevo los arrojen a la calle, porque en un momento, el Estado considerará que es muy costosa su manutención y la misma no rinde dividendos polÃÂÂticos, como la de socorrer la tragedia extraterritorial de otros paÃÂÂses. Y aún alcanzando un mÃÂÂnimo nivel de conciencia o milagro, a esos niños ni siquiera el perdón o la resurrección de sus muertos, les puede restituir lo que no tuvieron: el amor.
@edilio_p