Hermán Sifontes
Herman Sifontes fue liberado el sábado 29 de diciembre de 2012.

“¡Oh amigo! Ojala que huyendo de esta batalla nos libráramos de la vejez y de la muerte,
pues ni yo me batiría en primera fila, ni te llevaría a la lid, donde los hombres adquieren gloria;
pero como son muchas las muertes que penden sobre los mortales, sin que estos puedan huir de
ellas ni evitarlas, vayamos…” 

La Ilíada, Homero.

La tragedia ya estaba cantada. Iría preso. Los empleados que trabajábamos en Econoinvest Casa de Bolsa, lo sabíamos. Desde el mediodía el rumor corría como pólvora sin contención. Herman Sifontes presidente y fundador de esa organización desde 1995, estaba parado allí, esa tarde. Incólume y sin que su rostro diera motivos para sobresaltos cuando bajamos apurados del ascensor. Salimos de aquel edificio, que hasta ese día había sido nuestro reducto laboral.

La verdad es que yo era del grupo de los compañeros que quería llegar lo más rápido al metro y guarecerme en mi casa. Pero cuando llegamos a planta baja, de pronto, nos lo encontramos a él. Un hombre airoso, de cuarenta y siete años, pequeño, ojos claros y porte recto. Vestía una camisa blanca y un pantalón oscuro alisados con pulcritud. Cuando volteé a verlo, el tiempo pasó como un carrusel muy lento. No supe donde fijar la mirada. Me puse nervioso. Y enseguida, en secreto, me atacó una pregunta: qué hace ese hombre parado ahí si nosotros, más bien, estamos en el momento de sálvese lo que pueda salvarse. Pero sí. Él estaba ahí. Con una serenidad escrupulosa. Tan resuelto. Tan honroso. O no sé si era la impresión de un empleado base, que se encontró de frente al dueño de una empresa muy importante. Después de eso no le di más vuelta al asunto y me reincorporé con mis amigos que iban saliendo con dirección a la avenida Francisco de Miranda. Pero en el camino, mientras mis compañeros conversaban, me quedé suspendido en mis pensamientos. Coqueteé, incluso, con la idea de que ese hombre poderoso que había visto, estaba esperando a su chofer o algún guardaespaldas, o algo así, para que lo llevaran a un aeropuerto y correr lo más lejos de Venezuela.

El lunes 24 de mayo de 2010, el Ejecutivo Nacional cumplió sus advertencias. Las instalaciones de Econoinvest y la tutelada Fundación para la Cultura Urbana fueron allanadas. Dos semanas antes, el viernes 14 de mayo, en cadena nacional, el presidente Hugo Chávez había anticipado su deseo de cerrar las casas de bolsa, para fulminar el mercado valores, argumentando:

«¿Se necesitan las casas de bolsa? ¿Quién aquí del pueblo las necesita? No, no hacen falta. Eso son los ricos que inventan un sistema para manejar los recursos del pueblo, los recursos del Estado, los recursos del país».

Me devolví. Ya en aquel momento la curiosidad me había excedido. Me zafé de mis compañeros, alentado por la imagen de aquel hombre que se había quedado parado en la entrada del edificio, esperando a sus esbirros. Regresé con el pretexto de que había olvidado comprar unos medicamentos en la farmacia de la esquina.

Una vez llegado, entré en la segunda torre, donde estaban las oficinas de Seguros Carabobo, también filial de Econoinvest. En uno de los balcones me acomodé con mucha cautela, esforzándome en tener una mejor visión hacía donde estaba él. Pero cuando bajé la mirada para buscarlo, apenas si pude verlo desaparecer de espalda a través de la bruma de vidrios y del trafago de personas que todavía iban saliendo del edificio. Pensé que se había acabado todo. Pero de repente, cuando me iba a ir, llegaron los hombres de la Cicpc insuflados en sendas chaqueñas negras. Eran las 5:30 de la tarde y el cielo plomo ya se había encajonado entre las paredes de Mene Grande, un edificio grande de quince pisos, ímpetu monumental y rotulado con el nombre del valle de Maracaibo, donde se dio por primera vez la gran emanación de petróleo. Apostados en la entrada, uno en cada punta, se anclaron dos funcionarios. No disimulaban las armas de cañones largos, que llevaban asidas en las manos y que estaban apuntando al cielo. Mientras, los otros subían al piso quince, donde estaban las oficinas de los directivos.

De acuerdo con las declaraciones de la Fiscalía General de la República, se pensaba que había un alto componente de lavado de dinero y legitimación de capitales en Econoinvest. De manera que, sin denuncias, sin investigaciones, sin pruebas o autorización de un juez, Herman Sifontes, y otros tres directivos de la organización terminaron en la dirección de inteligencia militar (DIM), imputados por el delito de ilícitos cambiarios y asociación para delinquir. En tanto, el Presidente de la República, en cadena nacional, volvía a la carga renovando la soflama contra el sistema de casas de bolsa y sociedades de corretaje en Venezuela: «Es triste que algunos gobiernos como el de Curazao se presten para eso, para lavar capitales… los llamados parásitos fiscales. Ahí lava capital el narcotráfico, la corrupción y es el gobierno de las Antillas, que llaman Antillas Holandesas”.

A media noche, ya entrado el martes 25 de mayo e instalándose la brisa helada de la madrugada, se configuró el cautiverio de Herman Sifontes y los otros directivos de la empresa. En treinta y un meses de detención, Sifontes y sus directivos pregonaron, sin cesar —entre el acoso de las paredes de la Dipcic, en Caracas— que eran inocentes: “Tenemos la consciencia limpia”, se leía en las declaraciones a la prensa y a todos aquellos que quisieran sondearlos.

Cada cuanto, sobre todo en los momentos límites, donde acecha la oscuridad, hay hombres que a sabiendas del absurdo, se quedan. No se proponen huir. Y luego se entregan a su pasión. A lo que viene. A las garras de las circunstancias. Y es que la decisión de escalar el Gólgota no es siempre fácil para los hombres de tragedia cantada. Y no ha sido Sifontes el único hombre citado por los brunos presagios que se haya medido en situaciones irreversibles más o menos símiles; como —y aquí, antes de proponer este ejercicio de correlato, o cuando no un pacto con el caldo de nuestros constructos sociales, de épicas y de imaginarios— el caso de Aquiles. Que se fue a la lid, pese a que Tetis, su madre, le había advertido que de ir a la guerra de Troya, no regresaría con vida a Ítaca. Y aun así, resolvió ir. O el consabido relato del huerto de Getsemaní y de la agonía de Jesús de Nazaret la noche que hubo de esperar el yugo. O bien, pongamos por caso, los arrestos y la suma dignidad que tuvo el presidente Rómulo Gallegos, aquel ominoso viernes 19 de noviembre de 1948, en el Palacio de Miraflores, cuando esperó y afrontó sentado en su despacho, la solicitud cantada de que los militares pedirían la dimisión a la presidencia de la república.

En fin. No se sabe qué motiva a estos hombres a afrontar estos momentos límites con determinación. A sabiendas de que pueden tomar otras opciones más amables o menos tortuosas. Sin embargo, cada uno sabe por qué se queda o por qué se va. Y sobre todo, en quién confía. Pero sin duda, son situaciones, todas, que bien pueden medir la longanimidad de quien las toma.

Herman Sifontes fue liberado el sábado 29 de diciembre de 2012.

¿Qué cambió en él después de ese día? ¿Cómo se cauterizó esos rasguños? O ¿qué satisfacciones le quedan, si le quedan?

¿Tenía Herman Sifontes su destino amarrado a las bajezas del poder o debía probarse en el pundonor?

Son preguntas que habrá que hacérselas a él. Todavía se está a tiempo. Porque es un empresario accesible al que se le puede encontrar libre y sentado en cualquier café de Caracas, acicalado con sus ojos claros. Es un empresario que todavía sigue diciendo que el dinero por el dinero no tiene sentido. Es un hombre que todavía tiene alientos para seguir impulsando el trabajo, el ahorro y la inversión de su país. Es un mecenas que continua financiando la educación y los proyectos de emprendedores que se le acercan. Es un venezolano que reditúa la memoria visual del país, (amasando para la fecha, quizá, uno de los repositorios más profusos que tiene Venezuela en materia de imágenes). Es un hombre sensible a la belleza y al vínculo con el pasado; y en definitiva, es un venezolano que sigue con pie firme auspiciando y tutelando la cultura del país.

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