Thomas Mann

“Las palabras no corresponden a los hechos. Pueden gastarse y crearse muchas palabras, pero en último término no pasan de ser términos de sustitución (…) En esto reside el deleite y la tranquilidad del infierno, en su indescriptibilidad, en su incompatibilidad con el lenguaje”. Thomas Mann

En un mundo fragmentado la reconciliación se ha vuelto imposible, éste es el mundo que Friedrich Nietzsche vislumbra y ante el cual propone un regreso al mito arcaico, al mito de Dionisio, el mito del exceso y de la desmesura. Dionisio es el mito de la voluntad de poder, de esa misma voluntad que permite decir “sí” a la vida marcada por el pesimismo, por la negatividad, una vida constituida por un inevitable sufrimiento, imposible de superar que retorna eternamente. El mundo vislumbrado por Nietzsche es el del eterno retorno, el mundo que el hombre del futuro debe aceptar tal y como es sin esperar la redención final que la moral cristiana y la razón acrítica e, incluso, la idea de una ciencia que mira al progreso, han impuesto como objetivo último de la historia: el filósofo alemán niega precisamente esa historia de progreso demasiadas veces prometida y pronosticada.

La racionalidad acrítica ya no es válida, se ha vuelto insuficiente; se ha convertido en una herramienta inservible en un mundo y en una realidad que no pueden ser cambiados, pues el mundo debe ser aceptado en el dolor y el placer que lo constituyen. Dionisio es el dios de esta aceptación, es el dios cuya invitación acepta Gustav Aschenbach, el protagonista de Muerte en Venecia: un escritor que decide partir, movido por un deseo de lejanía, buscando un distanciamiento con respecto a la vida atrapada en apariencias y determinismos, obligada a la perpetua vigilancia y constricción. El viaje de Aschenbach es el viaje hacia lo dionisíaco y, a la vez, hacia el Hades, ese lugar donde el placer es inseparable del dolor. Aschenbach es el personaje creado por el Thomas Mann lector de Nietzsche, por el joven escritor fascinado por ese hombre, el filósofo y su Zaratustra, que “se superaba a sí mismo”, que “no tomaba en él nada a la letra, ni le creía a casi nada”. El joven escritor Thomas Mann es, al mismo tiempo, el lector seducido por aquel que es capaz de desenmascarar la mentira, es decir, destapar la artificialidad de una sociedad y de un modo de vida construida sobre la falsedad. Aschebach huye precisamente de los esquematismos de una sociedad en la que todo parece estar predeterminado; abandonándose en los brazos de Dionisio, el protagonista de Muerte en Venecia corre el velo de la mentira que constreñía la vida: no se trata de negar el mundo, sino precisamente de abandonarse a él, a sus dolores, a sus pasiones, a los placeres y a los temores. Dionisio de “sí” a la vida, pero a una vida marcada por el desenfreno de los instintos, el del placer romántico y, por tanto, al del poder. El arte dionisiaco, el que seducía a un Nietzsche todavía joven, era el arte del exceso, de la grandiosidad: el arte compositivo de Wagner es el arte desinteresado, de la embriaguez. A través de sus composiciones, Wagner refleja el sentimiendo dionisiaco al que Aschenbach se abandona, pero también es reflejo de esa voluntad de poder, de dominio sobre todo, que teorizaba Nietzsche y que no tardó en apropiarse la burguesía ascendente que ansiaba por ocupar el lugar de dominio que la historia hasta entonces le había negado. Descubriendo el velo de la falsedad, Wagner construye nuevas mentiras: en su aceptación, Dionisio vuelve a llevar al engaño y, por tanto, al desengaño al que sucumbe con dulce amargura Aschenbach contemplando el mar veneciano.

Doktor FaustusEl protagonista de Doktor Faustus, Adrian Leverkhün, es el compositor que, en cambio, rechaza la vida en busca del gran arte capaz de decir la verdad, de desvelar la mentira en la que se sustenta la realidad de su época. Leverkhün es el artista del pacto fáustico,  por el cual rechaza todo placer y es inevitablemente condenado al aislamiento, a la soledad del artista moderno, consciente de la significación de su arte. No se desea el irracional abandonarse dionisiaco, no se trata de huir de la artificialidad de toda vida social en busca de esa realidad auténtica de dolor y placer, de sufrimiento y pasión; Adrian Leverkhün es el artista que desde la soledad trata de dar respuesta a una realidad teñida por los conflictos, el poder desmesurado de los gobernantes y, sobre todo, una realidad construida a partir de un lenguaje manipulado y convertido en instrumento de poder y de dominio. Cuando las palabras han perdido su sentido, cuando los excesos artísticos se convierten en mero artificio carente de todo sentido, el artista debe buscar otro lenguaje, pues el arte, el gran arte al que aspira Leverkhün, no es un simple y efectista ejercicio de estilo. El arte debe hablar, debe conquistar ese sentido que las palabras, la comunicación, la realidad han perdido; no será un arte fácil, pero, como ya comentaba Adorno con respecto a Samuel Beckett, será un arte capaz de hablar  desde la negación del sentido común y acríticamente aceptado.

El arte del artista moderno es el arte de Schönberg, el arte aparentemente incomprensible capaz de dar significado al mundo y al yo, aquel capaz de decir la verdad que el arte de la apariencia siempre ha negado. Leverkhün es el artista que desde el aislamiento revela la verdad. Thomas Mann, su creador, es el escritor que desde el exilio desenmascara la Alemania que lo ha desterrado, la que condenó a millones de personas, un país que Adorno y Schönberg ya no reconocían como propio, obligándolos al exilio. Adrian Leverkhün es el personaje de un Thomas Mann maduro, del autor ya no fascinado por la exaltación dionisíaca de Nietzche, del escritor testigo del “hundimiento de una época esteticista y la aparición de un mundo de sufrimientos sociales, del triunfo de lo religioso sobre lo cultural”. El Thomas Mann de Doktor Faustus es el artista que sabe que el arte es el medio para dar sentido al mundo, para interrogarlo una vez más; Mann, como Adorno, sabe que el arte moderno es el arte verdadero en cuanto nacido de la experiencia negativa: frente a la imposibilidad de escribir después de Auschwitz, el artista sigue creando: Paul Celan convirtió sus versos en respuesta y, a la vez, testimonio de un tiempo; Beckett encontró en el teatro el lugar donde escenificar y, al mismo tiempo, denunciar el sinsentido que la lógica y la razón dominante habían conllevado. Como el desolador y grisáceo paisaje que observan los dos protagonistas de Final de partida, el paisaje ante el cual escribe Thomas Mann es el escenario en el que se representa el desmoronamiento de un tiempo y de una civilización: Europa se hunde en la peor de las guerras, arrastrada por la Alemania de los grandes filósofos, Europa se convierte en un campo de batalla en la que hay demasiadas víctimas.

El arte de Leverkhün es el arte del Thomas Mann de los últimos años y de Schönberg; es el arte musical de Berg, el arte literario Thomas Benhard, Samuel Beckett y de Paul Celan. Es el arte filosófico de Adorno, de Horkheimer y de Hannah Arendt; como también lo es de la poética filosófica de María Zambrano, de todos aquellos que buscaron a través del arte y del pensamiento volver a dar sentido a un lenguaje condenado por el peor de los racionalismos. Leverkhün es el artista que Aschenbach nunca fue, Schönberg es el compositor que Wagner no llegó a ser, el que no se dejó seducir por el efectismo, por la búsqueda romántica de una redención final, la misma que hizo de Wagner el gran compositor de la burguesía. Schönberg es el compositor sobre el cual teorizó, sin saberlo, Nieztsche y Leverkhün es el artista que, aunque diga “no” a la vida, busca desvelar la misma verdad del filósofo, busca rasgar el velo que Zaratustra ya había descorrido.

Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia

http://www.revistadeletras.net/la-lectura-historica-de-thomas-mann-mas-alla-del-efectismo-artistico/

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