Honestamente, les deseo lo mejor a aquellos dolientes que aún permanezcan con vida y que añoren esa viejísima y mala costumbre de usar las palabras, aquél antiguo instrumento que nos permitía pensar. ¡Oh, sagrado verbo!

En otras épocas anteriores, aquellas de papel y lápiz o pluma fuente, existían muchos escribidores de cartas que comenzaban sus misivas con una frase lapidaria: “perdónenme la mala letra y los errores de ortografía pues estoy escribiendo ésta a la carrera”. Era una simple y vulgar excusa que lo único que hacía evidente eran dos cosas: por una parte, que nos encontrábamos ante un feroz descuidado que no era capaz de velar por su escritura y, segundo, que se había pasado por el forro e ignorado las más elementales reglas de la ortografía y la gramática.

En ambos casos, esa evidencia lo que demostraba era que al susodicho las palabras le importaban un pepino, pues nunca se preocupó de escribirlas correctamente y con una caligrafía que las hiciera entendibles. Con el correr del tiempo, la tecnología vino a favorecer, en cierta manera, a esos incorregibles incorrectos inescribidores. En primer lugar, con las llamadas máquinas de escribir el asunto ese de la caligrafía no sólo pasó a segundo plano, sino que se volvió inexistente. La correcta colocación de la mano, la mejor manera de sostener el lápiz o la pluma, y el juego de la muñeca en la manera de movilizarnos en el plano de la hoja, pasaron al desván de los recuerdos. Las manos como tal, a otra cosa. Y empezaron a funcionar más los dedos, o las yemas de los dedos, como más bien se le llaman.

Había hecho su aparición algo que aún persiste en nuestros días: el teclado. Ese tablerito, inicialmente lleno de peloticas redondas con las letricas pintaditas, y sus vertientes modernas, consistentes en el de las computadoras u ordenadores, que aún tienen un cierto volumen y el hundimiento necesarios para que nuestras adorables yemas se posen en ellos y nos reproduzcan el milagro de la escritura.

Pero también el avanzadísimo desarrollo tecnológico ha dado pie a la aparición de un monstruo de mil cabezas, el tecladito planito y pegadito de los teléfonos llamados inteligentes.  Y precisamente, esa inteligencia ha venido sustituyendo a la otra, la humana, la de carne, hueso y tripas, que la usábamos antiguamente para decir lo que sentíamos. Este tecladito, invención diabólica, pues debemos estar claros que el diablo se mete en todo, y sobre todo en la tecnología, ha permitido la inmensa proliferación del maltrato a la expresión escrita.

Pues resulta que los inconvenientes de la vida moderna nos ha llevado a saltar por los aires muchas reglas de convivencia que habíamos logrado en tiempos anteriores. Ahora todo es rapidito y encima, como necesitamos las dos manos para agarrar el telefonito de mierda, lo único que nos queda medio libres son los dos pulgares, que han pasado a jugar un papel preponderante en la cultura mundial.

Los desdeñados pulgares, que antiguamente cumplían un papel secundario en la utilidad manual, pues ni siquiera servían para sacarnos los mocos por gordos y torpes, ni para hacer malas señas, hoy en día se han convertido en los reyes de la escritura. ¿Quién se los iba a decir? Sin pulgares no podemos decir ni pío. Esa parte de la mano, esencial actualmente, que comienza en la uña y que desciende por el dedo gordo y se convierte a partir de su abultada forma inferior en una especie de muslito de pollo, es hoy en día el sostén fundamental de la humanidad.

Pues más de 90% de los terrícolas, quizás excluyendo a los más viejos, usan a esos gorditos salvajes y alzados, para decir lo que medio piensan o medio escriben. Y esa es la esencia, creo yo, de la incomunicación contemporánea, pues abultaditos como son, y encima utilizados a una velocidad descomunal para su gordura, producen ese indudable error en el tecleo de las letras.  Y ahí vienen, las excusas —se acuerdan las de los escribidores de cartas antiguas— “es que metí el dedo donde no era por la carrera”, “no es que no sepa cómo se escribe decisión, es que con el corre-corre puse desición”, “si yo sé que pol qué es con r, pero como iba escribiendo mientras manejaba no pude corregir” y tantas excusas que afortunadamente nos da la vida moderna, aunque en muchos casos, digo yo, quizás no la podamos llamar vida.

Pensando en una utopía más, me digo a mí mismo, ojalá que las empresas tecnológicas que tienen tanto poder y dinero —generalmente van juntos— creen un programa o algo así, de tal forma que si tú mandas un mensajito con algún error, lo detecten al instante y te lo devuelvan con un claro y tierno mensaje: “corrige tu vaina o no te paso un zipote”. Sería posible enmendar la plana. Utopía pura, la tecnología también se beneficia de la ignorancia. El lenguaje incluso puede ser un obstáculo.

En mi caso particular, y pienso que también en ese otro 10% de beneficiarios de algo que a falta de mejor calificativo podríamos llamar longevidad, utilizo —utilizamos— más bien los deditos índices, que a pesar de no ser tan gorditos como los gorditos en sí, aún son demasiado anchi-largos para su uso adecuado en los infernales y minúsculos teclados. Y ahí nos ve usted, tecleando como gallina picando maíz, tic tic toc, lo cual no nos excluye de los errorcillos de introducción inadecuada del dedito donde no se debe. Pecado.

Y si a todo lo anterior, le incorporamos esa nueva y ‘práctica’ norma de los jóvenes de ahorrarse palabras y sustituirlas por contracciones mayormente incomprensibles, todo me hace pensar que en un futuro no muy lejano, los que sobrevivan a virus, malos gobernantes, drogas y demás afines, terminaran comunicándose mediante graznidos, abluciones, bramidos, pedos, eructos, silbidos y en el mejor de los casos, cantos de sirenas.

Para botón una muestra. La Sociedad Americana de Compositores, Autores y Editores (Ascap) acaba de nombrar como compositores del año a Bad Bunny, Jowell & Randy y Ñengo Flow. Se necesitaron tres para poder redondear esa obra maestra que, según Paul Williams, presidente de Ascap, es una digna representante de la música latina y una de las más populares del mundo. Y como estoy seguro que quién lea esto no puede reprimir la curiosidad, me permito mencionar ese logro poético para que la busquen. Su título es Te lambo toa. Allá ustedes.

Honestamente, les deseo lo mejor a aquellos dolientes que aún permanezcan con vida y que añoren esa viejísima y mala costumbre de usar las palabras, aquél antiguo instrumento que nos permitía pensar. ¡Oh, sagrado verbo!

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