El porvenir depende más que nunca de los humanos, de una apuesta arriesgada para dignificar la especie.

Con el paso del tiempo la epidemia está cobrando sus víctimas más allá del cuerpo. Las encuentra en la economía, en la mente, en la noción de realidad. Lo último no es debatido de manera práctica, pero su presencia erosiona la matriz de certezas donde se apoyaba el pensamiento. Hay un enrarecimiento de los mismos reclamos, todo queda suspendido en un enigma mayor: esto que nos viene.

El desconocimiento de lo que no se sabe ha sido siempre una intuición de los pensadores. El visaje abismal de ese infinito, su mareo inevitable, alentaba cultivar los interrogantes del universo. Pero hoy, más que una categoría epistémica, resulta una poderosa intuición colectiva que acompaña la plaga de Covid-19. Es su principal revelación. Aunque no ilumine nada, permite opacar buena parte de los saberes previos. Tiene el gran filo que hubiera anhelado la navaja de Ockham para reducir la retórica floreciente de la filosofía medieval. Y que, a su pesar, siguió polinizando las concepciones que agotaron hasta hoy la cavilación histórica. No está clara la anormal ‘nueva normalidad’, pero se advierte el nuevo silencio que permite esta poda. La mascarilla ha devenido casi un símbolo del laconismo. Excepto para políticos, periodistas o voceros oficiosos, el lugar común vegeta menos y se pierde en el océano de perplejidad que depara la epidemia. Aparte de un bálsamo para las tormentas de fake news, este mutismo es muy fértil, desanda las percepciones habituales y aumenta el provechoso sentimiento de ignorancia. Renueva la intimidad.

Lo desconocido íntimo no era solo lo reprimido, como una vez lo advirtió Freud, sino también una realidad material no legitimada, rastros perdidos que emergen imprevistos y puntuales como en los delirios. Aquello que procede de fuera, de lo ya conocido, convoca ahora esbozos sin cristalizar. En un estudio clásico, lo había señalado al describir una aparición denominada lo ‘ominoso’ o lo ‘siniestro’. Freud elige como su precursor a Shelling, cuya estética había notado que algo que debía permanecer oculto se ha manifestado. La noción de lo ‘siniestro’ alude a lo familiar que se vuelve desconocido, casi una inversión del deja vu, en que lo desconocido parece ya visto. Las dos semblanzas ponen en suspenso la relación de todo sujeto con aquello que se llama la realidad. En verdad, esa suspensión fue propugnada largamente por el arte, territorio donde se podían jugar esos naipes fantasmas, pero estaba vedada para los consensos de la racionalidad. La vivencia planetaria de la plaga convierte dicha condición en un acompañante colectivo, quizás irreversible.

Las reacciones alteradas confirman la presencia de una plaga psíquica imprevista. Es interesante la confesión de terror de Slavoj Zizek, ese divagante profesional, frente al inédito fenómeno (inédito es el adjetivo justo para el caso). Refugiado en la letrada burbuja marxista, procuraba infructuosamente leerlo como un tronante profeta del ensueño abolido. La propuesta tropezaba, el estertor realista del miedo lo interrumpía. Es interesante también que otras proclamas ideológicas procuren suscitar artificialmente un deja vu, hacer de esto un evento algo conocido, porque lo temido es lo ignoto. Lo que procuran, parece, es impedir la invasión de ‘siniestro’, una dimensión que excede la derecha y la izquierda por igual.  “Hum Heimlich” lo llamo Freud, pero este es uno de los casos en que el original traiciona la traducción. Lo ‘siniestro’ es una feliz mala traducción que sitúa mejor que ‘ominoso’ su significado en español (por su equívoca e insoslayable oposición a ‘diestro’). Ilustra con una rúbrica sombría, el ordenamiento vacilante de una realidad que ya no ordena, y cuyo porvenir desconocemos. Otro síntoma es el sortilegio utópico; ya Pichon Riviere había observado que lo maravilloso podría ser una defensa frente a lo siniestro.

Algo debe ser nuevo para provocar sorpresa, pero debe ser conocido para provocar miedo. Lo siniestro desata una angustia por algo inicial que también es un retorno. Una desfamiliarizacion que no tiene categorías previas. Por primera vez eso ocurre de manera instantánea, colectiva y global, de manera que ninguna cultura puede buscarse en el espejo de otra, ni tampoco del pasado. Aquello que no alcanzó la historia y nunca logró los símbolos vierte su espuma en todas direcciones. Inevitablemente, habrá de flotar ahuecando los discursos como fantásticas pompas de sin sentido.

Una sensación de oquedad, falla, impostura, emerge de las propuestas que se multiplican contra el vacío silencioso que avanza como una marea mortal. El desequilibrio climático, el tecnológico y el biológico, no permiten que algún proyecto pueda acantonar una ilusión definida. El progreso, sea lo que fuere, ya no puede detenerse, ni elegirse. Podríamos reflexionar que el siglo XIX, digamos hacia 1840, habría sido un buen momento para jubilar el progreso. La revolución industrial no estaba consumada, la tecnología, aunque denostada, convivía con la tenaz artesanía, no había agricultura extensiva ni intensiva, la química no producía todavía dislocamientos ecológicos y la luz y el sonido eléctrico todavía no perturbaban la tradicional oscuridad y el auténtico silencio. O quizás se podría haber detenido en el  siglo XVIII, asombrosamente insalubre, trabajoso y falto de higiene, pero abundante de ideas.

Quizás en el XV, cuando China aniquiló su gran flota comercial, renunció a un futuro imperialista, y dejó en suspenso la revolución industrial que prometía su economía. Era antes de Colon, de los portugueses, de las conquistas imperiales y la esclavitud atlántica. Pero ya había existido una primera inquisición peninsular, las mujeres, en el mejor caso, devenían un objeto del amor cortés, y los siervos de la gleba eran más comunes que los caballos. La historia es como un cuero seco, si se aplana de un lado sube del otro, y hacia atrás no se puede uniformar nada. Solo la utopía uniforma, pero ocurre hacia adelante.

El porvenir depende más que nunca de los humanos, de una apuesta arriesgada para dignificar la especie. Esta inclemencia ha dejado desamparado su sentido histórico y la desencajó brutalmente de la naturaleza a la que había pertenecido. Solo la ética, en su sentido originario, podría dibujar un proyecto factible. No deja de sorprenderme, siendo un ateo veterano, los relámpagos inspiradores que iluminan este escenario. El final de una de las arduas disputas talmúdicas sobre la vida deviene ejemplar. Hillel la concluye observando que lo mejor es que el hombre no hubiera existido, pero ya que está debe comportarse cuidadosamente.

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