May 68: demonstration on Boulevard Saint-Michel (Paris).
May 68: demonstration on Boulevard Saint-Michel (Paris).
Esta imagen de la chica que alza su bandera en el Boulevar Saint Michel se convirtió en el símbolo del Mayo Francés.

La memoria no es un álbum, un archivo pasivo que circula y nos acompaña con mansedumbre por el presente incesante. Al revés, se parece a un molino inexorable que resignifica aguas y sombras, y nos alerta sobre el resbaloso momento quieto. Lo que sucede ya viene trabajado, repasado por lo ocurrido, o su pariente, lo que no ha ocurrido todavía. En ese remolino es difícil encontrar el filo del ahora sin cortarse uno mismo en la memoria. El tiempo es lo que se entiende cuando no se piensa, había observado resignado San Agustín. Y quizás por ese desasosiego inevitable, se hace imperativo que la memoria tenga parques, reservas naturales, remansos de tiempo para descansar. Son el equivalente de las utopías, pero hacia atrás, utopías del pasado, oasis para abrevar el porvenir en la memoria. Mayo del 68 es uno de ellos, la Belle epoque del siglo XXI, un ensueño de la adolescencia que se desvanece entre generaciones.

Hay reservas naturales de memoria compartida, un orden para la índole incierta y salvaje del pasado. La Belle epoque era un invento de la memoria colectiva del siglo XX para castigarse, y remarcar el ominoso recuerdo de la Primera Guerra; los ‘locos años veinte’ resumieron el pecado de frivolidad, juzgado por la cruel crisis del treinta; los ‘sesenta’ son la expresión libertaria que fantasearon los hijos de esa generación como una felicidad posible. Esa protesta balbucea todavía en muchos jóvenes rebeldes: Podemos en España, la izquierda radical francesa, la derecha fascista húngara, y un desasosiego disperso por la inorgánica injusticia. Los que fueron jóvenes en aquel tiempo pasado, saben que los ‘sesenta’ nunca existieron, y que la juventud era demasiado imprecisa y torpe, con deseos confusos y poco hábiles. Sobre todo, creo, recuerdan, recuerdo, las burbujas ideológicas, la efervescencia del deseo, la marcha de la historia a paso de hombre, la ilusión que había cifrado aquel mayo del 68. “La imaginación al poder”, “seamos realistas, pidamos lo imposible”, “Hago el amor, no la guerra”, lemas sin rumbo y sin política, resignados a ser fiesta y griterío. Recuerdo haber leído a Marcuse entonces como una revelación, la transparencia absoluta de la Historia: finalmente había alguien que podía mermar mi devoción por Sartre. El pelo largo, las barbas, los Beatles, eran los signos vivos de la teodicea, el inminente reino del Sargento Pepper, donde el mundo y la subjetividad, el arte y el trabajo, se juntarían para siempre jamás.

Acerca de lo que dejó el surrealismo, Aragón había contestado en los cincuenta, “sólo la sensación de que una vez fui joven”. En el caso de los que vivieron los ‘sesenta’, la sensación es más equivoca. No era la aventura de la transgresión juvenil, sino la creencia alucinada en la historia, en un presente que ya era historia. La reciente película de Michel Hazanavicius, Le redoutable, lo muestra sin anestesia, como un fenómeno extravagante. Sigue su lente un icono de entonces, Jean Luc Godard, desde la mirada irónica de su esposa. La cámara busca la época, centrada sobre este mítico director y la no menos mítica jornada de mayo del 68. Es un notable repaso de ese período mítico y místico, con accesos convulsos de fervor litúrgico, episodios importantes para la historia del desvarío, pero imposibles de descifrar para saber quiénes habíamos sido. Una creencia fanatizada no se puede entender desde adentro de la creencia misma, pero si se sale ya no perdura el mismo fenómeno. El mismo principio de incertidumbre de Heisenberg impide saber del electrón y del mayo francés de entonces. Ahora es un trasto de una subjetividad perdida, un arresto anímico que este filme retoma con rigor y sarcasmo. Evaporada la añoranza, solo queda una alegría casi ajena que se puede rememorar con recato y algo de piedad. Es notable que, casi paralelamente, un luminoso documental de Agnes Varda, esa anciana que sigue mirando con una frescura inédita, culmine en una descortesía de Jean Luc Godard cuya irritación era famosa. Es un desencuentro sobre la tierra imprecisa de la memoria. Parecen películas complementarias, un mismo pasado visto desde dos presentes ancianos. El documental de Varda, realizado por ella y un histriónico joven fotógrafo, tenía algo de Godard. Esa herencia epocal también empapaba Hazavicius, y quizás en todo cineasta hay un toque inevitable del ojo libre de Godard. No obstante, la irritación de Godard es quizás contra esa presunta libertad, aquel tiempo traidor de los ‘sesenta’, la huella culpable del amor perdido. Las fotografías gigantes de Varda en su documental, amplifican la mirada, relativizan lo perdido, hacen más ancho, benevolente, sencillo y complejo el mundo. Guardan un modesto lirismo sobre una inmensidad aceptada. Su pasión era más por ver el mundo, comprenderlo un poco, en vez de modificarlo. Ahora podrían mirarse sin apuro las dos películas en una tarde, una hendija sobre el mismo parque de la memoria, para algunos un baldío, para otros un patio acogedor de ensueños.

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