2001 una odiea en el espacio
El 2001, para el cual postuló una misión a Júpiter, que iba a ser, a la Homero, un regreso, pero a las estrellas.

Fue un buen año el 68. Se lo recuerda por el Mayo Francés, aquella catarsis anárquica que fundió en un solo mes las inquietudes que se habían ido fraguando durante unos cuantos años.

Pero además fue el año de Hey Jude de Los Beatles, La hora del lobo de  Ingmar Bergman, El bebé de Rosemary de Roman Polanski, Érase una vez en el oeste de Sergio Leone y una película que alguien definió como la mejor película underground filmada hasta la fecha. La dirigió un neoyorkino de 39 años, arrogante, obsesivo y muy original. Había sido fotógrafo de la revista Life, dirigido dos películas artesanales (Miedo y deseo y El beso del asesino) antes de filmar un policial electrizante (Atraco perfecto), un filme escandalosamente antibélico (Senderos de gloria), una superproducción (Espartaco), una adaptación de Nabokov (Lolita) y una sátira paranoica y no muy descabellada para la época, Dr. Insólito, después de la cual quería hacer una buena película de ciencia ficción. Se llamaba Stanley Kubrick y para el título pensó en un año lejanísimo. El 2001, para el cual postuló una misión a Júpiter, que iba a ser, a la Homero, un regreso, pero a las estrellas. Una odisea en el espacio.

Un dato interesante es que hasta entonces la ciencia ficción no existía para el cine como un género establecido y mucho menos como un espacio creativo honorable. Había sido pasto de las producciones de clase B, con monstruos de bajo presupuesto, naves de hojalata y paisajes de cartón piedra, incapaces de salir del gueto de las matinées. En la literatura, en cambio, exhibía un espacio de honor desde Julio Verne y H.G. Wells, y había ganado respetabilidad en revistas que la habían divulgado y llevado a un sitial importante en las letras. Los críticos distinguían entre dos tipos de ciencia ficción. La ‘blanda’, preocupada por la fantasía y la especulación, y la otra, la “dura”, atada al empuje científico y a la precisión de los datos. Un futurismo epistemológico, por así decirlo. Había un autor que descollaba en esta segunda categoría. Era un hombre de ciencia, homosexual de closet, reclusivo y autoexiliado en Ceylán. Exhibía además una prosa elegante y precisa. Había escrito, entre muchos otros, un cuento poético e inquietante llamado El centinela. Se llamaba Arthur C. Clarke. Era, sin ninguna duda, el hombre indicado para transformar al jorobado de Notre Dame en un elegante viajero del futuro.

No era una buena década para los estudios. La televisión había hecho estragos entre la audiencia y la respuesta de la industria, ensanchando las pantallas, agregando extras, sonido y furia a las producciones fueron inoperantes. Metro Goldwyn Mayer llevó su apaleamiento con un remake desastroso de El motín del Bounty en 1962. La compañía echó a patadas a su plana mayor y trajo al rescate a un tal Robert O’Brien, que decidió apostar a la calidad. Había establecido su autoridad con el éxito de Dr Zhivago y Doce del patíbulo cuando Kubrick le pidió 12 millones de dólares. Unos 87 millones al día de hoy. Un regalo si tenemos en cuenta el costo de las superproducciones actuales. O’Brien confió en su instinto y no solo dio la luz verde, sino que apoyó una y otra vez las exigencias del perfeccionista chico del Bronx, secundadas por la fantasía pergeñada con el flemático inglés exiliado en Ceylán. La película duplicaría su inversión.

Vale la pena verla de nuevo. La base de la historia original de Clarke –una señal de la inteligencia extraterrestre que dormita esperando ser hallada por el hombre– fue expandida a tres estadios de la humanidad. El monolito del caso es encontrado primero por los primates, luego en un cráter en la luna y luego en la órbita de Júpiter. Su presencia es solo visual, el espectador es quien debe completar la fantasía. Pero en el curso de la odisea que llevará a la otra presencia visual clave, el hijo de las estrellas, el hombre se enfrentará a su futuro fuera de la Tierra, a los peligros de la informática y al encuentro con otra inteligencia. Todo eso en medio de una tormenta visual y una narración abierta a las más diversas interpretaciones. Una fiesta del cine que se mantiene intacta. Salvo por algunos detalles. Las aventuras espaciales redujeron su ritmo, el 2001 llegó demasiado rápido sin que el viaje a Júpiter se vea ni remotamente en el horizonte y las temibles computadoras capaces de asesinar por su supervivencia se han transformado en dispositivos amigables que no nos amenazan, aunque tal vez nos domestiquen a punta de algoritmos. Tal vez, 50 años después del 68, el porvenir sea esa categoría que tan bien describía Nino Manfredi en Nos habíamos amado tanto aquel filme ácido y nostálgico de 1976.

“El futuro pasó y nosotros ni nos dimos cuenta”.

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